Se sabe –o debiera- que no existe el libre mercado, que éste está dominado por monopolios privados y alguno estatal.
En cuanto a los tratados de libre comercio (TLC), en casi todos los importantes figura Estados Unidos, siendo común que sus contenidos se debatan en secreto, dejando fuera otros órganos de gobierno y ciudadanos de las naciones involucradas.
Si le adjudicamos relevancia a Washington es porque su burocracia aparece detrás de esos acuerdos, impulsándolos de diversas formas y sumando presiones a terceros mediante medios diplomáticos.
Pero, como primer interesado y beneficiario de los réditos económicos de los TLC están grandes corporaciones transnacionales, que establecen las pautas normativas.
Algunos de esos tratados son de magnitud tal que se erigen en verdaderos gobiernos regionales, con aspiración a ser mundiales.
Al revisar la historia de los últimos siglos, se afirma que gracias al capitalismo tenemos en nuestra sociedad avance científico y aplicaciones tecnológicas; notorias mejoras en alimentación, extensa educación y salud.
Sin embargo, eso no niega los fines de lucro, dominio y control del modelo en curso, que se ha ubicado en el origen de múltiples guerras –como las que asuelan en diversas latitudes a partir de la postguerra pasada-, de dominios coloniales e imperialistas, de especulaciones lucrativas y usurarias, exponiendo a la humanidad a toda suerte de catástrofes.
La propagación de un cierto modo de interpretar la realidad por parte de los medios encadenados de opinión y quienes los siguen, inducen al público a formar una corriente de opinión favorable a ese estado de cosas, mientras las burocracias políticas de ocasión –receptoras de los favores de gobiernos desarrollados o sus fundaciones-, que pueden reconocer sus perniciosos efectos resultantes, siguen empeñadas en su defensa, propendiendo y sosteniendo los pilares del modelo, los deseos del “poder oculto” del capitalismo corporativo.
De acuerdo con el rumbo que toman las cosas, no es difícil predecir que el futuro cercano llegará con mayor violencia de minorías sobre mayorías, de ricos sobre pobres; persistirá y se ampliará la corrupción, enemiga de lo que tanto se intenta –cacareando- preservar: el estado de derecho.
La impunidad acompañará desmedidos afanes de lucro y en caso de no proponerse a las sociedades alguna variante efectiva, el porvenir no se perfila como algo halagüeño. La historia enseña que las soluciones de efecto duradero se dan en el mediano y largo plazos.
Indica que las sociedades se construyen con base en el agregado creciente de medidas que interactúan entre sí allí donde hay mutualidad de fortalezas, y esa acumulación de diversos nutrientes mueve el complejo cuerpo social, le da cauce, dirección, de acuerdo con la voluntad conjuntada de las mayorías.
Demás está señalar que no se puede hoy hablar de los TLC –acordados o en ciernes- sin apuntar hacia un poderoso núcleo de influencia que reúne en su seno –de acuerdo a lo trascendido-, al conjunto más importante de miembros de empresas coporativas: Bilderberg, grupo –quizá el principal- de poder privado internacional.
Se dice que “interactúa con otras organizaciones, clubes, lobbies, logias y clanes, que tienen fines comunes en lo económico, financiero, social y (geo)político, según una agenda globalista en común”.
A sus reuniones invita a políticos, jefes de Estado o aquellos que pueden serlo, y aunque no emite resoluciones, ni tampoco da consejos a sus visitantes, la sola presencia de los allí reunidos es suficiente para que el que llega sepa a qué atenerse: de quiénes tendrá apoyos (para sus necesidades y/o campaña) y entienda qué demandarán en el futuro.
En una enumeración no exhaustiva, debe recordarse el paso por allí de George H. W. Bush en 1985; William Clinton en 1991; Tony Blair en 1993; Romano Prodi, ex jefe de la Comisión Europea, en 1999, y Barack Obama y Hillary Clinton en 2007.
En este tiempo se firmó el compromiso inicial de 12 gobiernos (Estados Unidos, Japón, Australia, Nueva Zelanda, Brunei, Canadá, Chile, Malasia, México, Perú, Singapur y Vietnam) con el Tratado Trans-Pacífico (TPP) –ratificado este mes y a la espera de la resolución aprobatoria de los respectivos legislativos-.
Se trata de un TLC que intenta imponer un paradigma internacional, con mayores exigencias comerciales a otros y que permitirá en lo político a Estados Unidos controlar los avances de China.
El TPP va más allá de los temas estrictamente comerciales, incidiendo sobre agricultura, servicios, inversiones, compras públicas, políticas de competencia, reglas de transparencia, mecanismos de solución de controversias, cuestiones medioambientales, laborales y propiedad intelectual.
Su firma es un innegable triunfo del neoliberalismo –en su formulación más friedmaniana- en que subsiste el “estado mínimo” para garantizar lo que entienden por libertad y democracia, donde incorporan cumplir los contratos, la ley, el orden, la propiedad, la salvaguarda de las inversiones y las empresas, para lo cual el gobierno debe establecer el valor del trabajo, “domesticar y amansar” los sindicatos y tener como principio la desregulación.
El tratado con impacto sobre 40% de la economía internacional llama la atención al no incorporar a dos países ribereños de la cuenca: China y Rusia.
Los avances de la derecha en el subcontinente americano y las dificultades político-económicas por las que pasan naciones con gobiernos en las que están involucradas corrientes progresistas y algunas de izquierda, se da en momentos en que los presidentes Michelle Bachelet y Tabaré Vázquez presidirán –respectivamente- la Alianza del Pacífico y el Mercosur.
Hay una decidida marcha del gobierno de Santiago y antecedentes dentro del Mercosur de expresiones que alientan las posibilidades de ampliar el comercio por encima de todo afán de construir instrumentos de integración regionales, por lo que tanto adherir a la Alianza como al TPP colman sus aspiraciones.
Debieran pensar esas corrientes que las estructuras, regulaciones y obligaciones a la que conducen las naciones del capitalismo central sólo sirven para garantizar el control de las economías periféricas, haciendo que toda estructura democrático-republicana sea solamente un espacio para elegir administradores temporales con potestades acotadas.
Cuando lo que se pretende es dejar en poder de grandes corporaciones todo el comercio y lo comercializable, se otorga un seguro de despojo de nuestras sociedades al libre acceso y control de bienes esenciales, renunciando a potestades de soberanía hasta ahora consideradas inalienables.
El progresismo trató de superar la crisis de la primera década del siglo utilizando los réditos del boom de las exportaciones de materias primas y precios favorables en el mercado internacional, además de atraer capitales. Por un periodo consiguió impulsar políticas con mejoras laborales y expansión social de los más pobres.
Pero cuando eso toca a su fin, la estrategia progresista se reencuentra con un mundo organizado por las fuerzas del capital de iniciativa neoliberal, que tiene como principio la derrota de los trabajadores y sus organizaciones.
Las fuerzas del progresismo en cada país están ayunas de ideas sobre cómo seguir y no han dado ningún paso de largo aliento en pro de la integración regional.
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