La tormenta financiera que se avecina no es más que un efecto del poder empresarial desatado
George Monbiot, Sin Permiso
¿Qué han aprendido los gobiernos de la crisis financiera?
Podría escribir una columna deletreándolo. O podría hacer el mismo trabajo con una palabra: nada.
¿Qué han aprendido los gobiernos de la crisis financiera?
Podría escribir una columna deletreándolo. O podría hacer el mismo trabajo con una palabra: nada.
En realidad, eso es demasiado generoso. Las lecciones aprendidas son contralecciones, anticonocimiento, nuevas medidas políticas que apenas sí podrían estar mejor ideadas para garantizar que la crisis vuelva a repetirse, esta vez con impulso añadido y menos remedios. Y la crisis financiera no es más que una de las múltiples crisis – de recaudación de impuestos, gasto público y, sobre todo, ecología – que las mismas contralecciones aceleran.
Demos un paso atrás y veremos que todas estas crisis surgen de la misma causa. A quienes despliegan un poder inmenso y un alcance global se les libera de restricciones democráticas. Esto se produce a causa de una corrupción fundamental en el corazón de la política.
En casi todos los países el interés de las élites económicas tiende a pesar más gravosamente antes los gobiernos que los del electorado.
Bancos, grandes empresas y terratenientes ostentan un poder que no rinde cuentas, que funciona dentro de la clase política con una palmada y un guiño. La gobernación global está empezando a parecerse a una inacabable reunión del Club Bilderberg.
Tal como sostiene un ensayo del profesor de Derecho Joel Bakan en la revista jurídica de la Universidad de Cornell (EEUU), Cornell International Law Journal, dos terribles cambios han venido sucediendo simultáneamente.
Por un lado, los gobiernos han ido eliminando leyes que restringen a bancos y grandes empresas, sosteniendo que la globalización debilita a los estados y hace imposible una legislación eficaz. Por el contrario, afirman, deberíamos confiar en que quienes ostentan el poder económico se regulan a sí mismos.
Por otro lado, los mismos gobiernos idean nuevas leyes draconianas para reforzar el poder de la élite. A las grandes empresas se les conceden derechos de personas legales. Se acrecientan sus derechos de propiedad.
A quienes protestan contra ellos se les somete a vigilancia y control policial, de un género que resulta más apropiado para las dictaduras que para las democracias. Oh, el poder del Estado existe definitivamente…cuando se quiere.
Muchos de ustedes habrán oído hablar del Tratado de Asociación Trans-Pacífico (TPP) y de la propuesta de Acuerdo de Asociación Transatlántico de Comercio e inversión (TTIP). Se supone que son tratados de comercio, pero tienen poco que ver con el comercio y mucho que ver con el poder.
Incrementan el poder de las grandes empresas a la vez que reducen el poder de los parlamentos y el imperio de la Ley.
Apenas sí podrían estar mejor diseñados para exacerbar y universalizar nuestras múltiples crisis, financiera, social y medioambiental.
Pero se avecina algo incluso peor, resultado de negociaciones llevadas a cabo, una vez más, en secreto: un Acuerdo sobre Comercio de Servicios (Trade in Services Agreement, TISA), que cubre América del Norte, la UE, Japón, Australia y muchos otros países.
Sólo a través de Wikileaks tenemos alguna idea de lo que se está planificando.
Se podría utilizar para obligar a las naciones a aceptar nuevos productos y servicios financieros, para aprobar la privatización de servicios públicos y reducir los niveles de atención y abastecimiento.
Parece el mayor ataque internacional a la democracia concebido en las últimas dos décadas, que ya es decir.
De modo que el Estado que se odia a sí mismo proclama que no tiene poder a la vez que destruye su propia capacidad de legislar en el plano internacional y nacional. Como si no hubiera ocurrido la última crisis financiera, y como si no fuera consciente de lo que lo provocó, George Osborne [ministro de Economía del gobierno británico], en su discurso más reciente a la City de Londres, le dijo a su auditorio de banqueros que “una exigencia central en una renegociación es que Europa detenga una regulación costosa y perjudicial”.
David Cameron se ha jactado de gestionar “el primer gobierno de la historia moderna que al final de su legislatura dispone de menos regulación de la que tenía en un principio”.
Esto, en un mundo de una complejidad que se acelera y de floreciente delincuencia empresarial, es pura temeridad.
Pero no temáis, dicen: el poder económico ya no necesita someterse al imperio de la ley. Puede regularse a sí mismo.
Algunos de nosotros llevamos mucho tiempo sospechando que estos son tonterías con todas las letras.
Pero hasta ahora todo lo que teníamos eran sospechas.
Esta semana se ha publicado el primer informe global sobre autorregulación.
Lo encargó la Real Sociedad Británica para la Protección de las Aves, pero cubre todos los sectores, desde el de los prestamistas que liquidan el día de paga a los criadores de perros. Y demuestra que en casi todos los casos, el 82% de los 161 programas que evaluó, las medidas voluntarias han fracasado.
Así, por ejemplo, cuando la Unión Europea trató de reducir el número de peatones y ciclistas muertos por vehículos, podía haber aprobado sencillamente una ley que indicara a los fabricantes de automóviles que cambiasen la forma en que diseñan sus parachoques y capós, a un coste aproximado de 30 libras esterlinas. Por el contrario, se atuvo a un acuerdo voluntario con el sector.
El resultado fue un nivel de protección un 75% más bajo de lo que una ley habría garantizado.
Cuando el gobierno galés introdujo una tasa de cinco peniques por cada bolsa de plástico, redujo su uso en un 80% de la noche a la mañana.
El gobierno británico argumentó que la autorregulación por parte de los minoristas haría el trabajo de igual de bien. ¿Resultado?
Una enorme reducción del 6%. Después de siete años perdidos, sucumbió el mes pasada a la evidencia lógica e introdujo la tasa.
Programas voluntarios destinados a impedir la publicidad de comida basura para niños en España, a reducir los gases de invernadero en Canadá, ahorrar agua en California, salvar a los albatros de los palangres en Nueva Zelanda, proteger a los pacientes de cirugía estética en el Reino Unido, parar la mercadotecnia agresiva de medicamentos psiquiátricos en Suecia: todos, todos, todos, todos han fracasado.
Lo que el Estado podía haber hecho de un plumazo de modo barato y eficaz se deja en cambio a los balbucientes esfuerzos de sectores que, aun siendo sinceros, se van fatalmente minados por gorrones y oportunistas.
En varios casos las empresas pidieron nuevas leyes que con normas más rigurosas para todo el sector.
Por ejemplo, quienes elaboran envoItorios plásticos para el forraje de explotaciones agrícolas trataron de conseguir que el gobierno británico incrementara el nivel de reciclaje, mientras que las empresas de jardinería querían una regulación que eliminara gradualmente la turba.
Los gobiernos se negaron. ¿Fue esto resultado de ciega ideología o de sórdido interés propio? Los mayores donantes a los partidos políticos tienden a ser los peores operadores, recurriendo a su dinero para que sigan siendo legales sus malas prácticas (pensemos en Enron).
Puesto que los partidos que financian se pliegan a sus deseos, todos los demás se ven forzados a adoptar sus reducidos baremos. Sospecho que los gobiernos saben tan bien como cualquiera que la Ley es más eficiente y eficaz que la autorregulación, y esa es la razón por la que no se utiliza.
Contener al electorado, liberar a los poderosos: se trata de una fórmula perfectamente diseñada para una crisis multidimensional .
Y chico, estamos cosechando lo sembrado.
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