Los caprichos fronterizos de Oriente Medio
El Plan Schlieffen, con el que Alemania esperaba vencer rápidamente a Francia, había fracasado. Aquella guerra que el Káiser Guillermo II esperaba resuelta para la Navidad de 1914 estaba poco tiempo después en punto muerto.
El noreste de Francia se había convertido en uno de los mayores cementerios del mundo tras la batalla del Marne, situación agravada entre 1915 y 1916 tras sucederse los combates en Verdún y el Somme.
Al otro extremo del Segundo Reich la situación no era mejor. Las tropas germanas habían vencido con cierta facilidad a los rusos en Tannenberg, y los ejércitos del Zar se deshacían entre los disparos de los Mauser, las deserciones, las cargas en masa y la total carencia de armamento y avituallamiento.
La pareja franco-británica, consciente de la precaria situación de su aliado oriental, se había propuesto descongestionar su maltrecho frente de Picardía y Champaña llevando la guerra lejos de allí. Los Balcanes no eran distracción suficiente para las tropas austrohúngaras y otomanas.
En 1915 se consumaba el cambio de bando de Italia tras prometérsele por parte francesa, británica y rusa los territorios irredentos que su insaciable nacionalismo añoraba.
Sin embargo, la aportación de los italianos al avance aliado fue escasa, ya que sus progresos en el frente alpino se demostraron prácticamente nulos, y sólo distrajeron una pequeña parte de las tropas austrohúngaras.
El precio a pagar, cientos de miles de bajas.
Así pues, la apertura de otro frente era vital. Si los rusos capitulaban, las Potencias Centrales se lanzarían al asalto y barrerían al machacado ejército anglo-francés. Los aliados trataron entonces de sacar al Imperio Otomano de la guerra atacando los Dardanelos.
Su clímax, Galípoli, fue otra carnicería en tablas, soportada esta vez por australianos y neozelandeses. Sin embargo, los ingleses habían dado con una tecla que sonaba medianamente bien.
Aquel imperio multiétnico, multirreligioso y con un nacionalismo árabe creciente era el escenario perfecto en el que derrumbar los cimientos otomanos y sacar así de la partida a un vital aliado germano.
Las consecuencias de toda aquella operación política, diplomática y militar se plasmaron en las fronteras de Oriente Medio, límites tan al gusto de Londres y París y tan incomprendidos como escasamente aceptados por distintos actores de la región. Un siglo después, lo que ocurre en aquella zona del mundo tiene mucho que ver con cómo se dinamitó y heredó el Imperio Otomano.
Promesas y desilusiones
En los primeros años del siglo XX, el declive del Imperio Otomano resultaba evidente.
Lejos quedaba el sultanato hasta las murallas de Viena, y por aquel entonces los territorios más periféricos del imperio eran descaradamente repartidos e invadidos por las potencias –o semipotencias como Italia, que invadió la Libia otomana en 1912 con el fin de asistir de manera testimonial al reparto colonial– que veían en Oriente Medio la expansión natural y el conector geográfico propicio entre la metrópolis y sus inmensos imperios de ultramar.
Sin embargo, el gigante otomano se resistía a morir como imperio.
Los “Jóvenes Turcos”, en el poder desde mediados de 1908, se habían propuesto fortalecer Turquía y sus territorios para alejarlos de las injerencias extranjeras.
Su modelo de gobierno, altamente centralista y autocrático, había despertado recelos en las poblaciones árabes del imperio, especialmente en aquellas que desde el siglo XIX llevaban gestando un creciente sentimiento panarabista.
Los británicos, hábiles en este tipo de escenarios, optaron por alimentar los deseos independentistas de los pueblos árabes con la intención de que este conflicto carcomiese al estado otomano e inclinase la balanza a su favor en la guerra.
Lord Kitchener, secretario de Estado británico para la guerra, decide contactar a través de Henry MacMahon, entonces alto comisario británico en Egipto, con el jerife de La Meca, Hussain ibn Ali, y proponerle un levantamiento de las tribus arábigas contra los Otomanos.
A cambio, el Reino Unido verá con buenos ojos un estado árabe en la zona. Sin embargo, y de manera deliberada, las promesas británicas son ambiguas, y las malinterpretaciones numerosas.
Hussain piensa que el nuevo estado árabe abarcará la península arábiga, Irak y toda la zona del Levante mediterráneo.
Sin embargo, los planes británicos para esos territorios son otros.
Las pretensiones de Londres eran que la franja costera del Levante quedase bajo control occidental al igual que Irak, mientras que las franjas desérticas entre una zona y otra mas la península arábiga podían pasar a formar parte de un estado árabe.
Los británicos, conocedores del abismo entre lo que prometían y lo que pretendían hacer, no concretan demasiado al jerife de La Meca, que a pesar de las indefiniciones británicas se levanta igualmente contra el poder otomano.
El socio del Reino Unido en la guerra, Francia, con enorme influencia cultural y económica en el Levante y tan interesado en la región como los británicos, se apresuró a respaldar el levantamiento árabe y la jugada inglesa.
Al tiempo que el conocido Lawrence de Arabia hacía de enlace entre El Cairo y el jerife Hussein, el escenario de posguerra empezaba a diseñarse en 1916. Concretamente, sus encargados serían el británico Mark Sykes y el francés François Georges-Picot.
El resultado, de sobra conocido, sería un tratado que pondría del revés el ya de por sí complicado equilibrio de Oriente Medio.
No obstante, aquel juego sería a múltiples bandas, y los acuerdos que en secreto iban tejiendo franceses y británicos acabaron involucrando en algún momento del proceso a los Estados Unidos, la Sociedad de Naciones, la Rusia zarista y hasta al movimiento sionista.
El acuerdo inicial estipula que Oriente Medio se dividirá en dos zonas de influencia: al norte la francesa, abarcando el sur de Anatolia y el norte del Levante y de Irak –la zona de Mosul; los británicos tutelarán los territorios del centro y el sur de Irak, así como la parte meridional del Levante, en un continuo de Mesopotamia al Sinaí.
Por último, la zona de Palestina será un condominio francobritánico. Así comienza la división de la región, con una línea completamente recta trazada de suroeste a noreste que llega desde Amman a Kirkuk.
Sin embargo, los británicos no están satisfechos con este acuerdo. En 1918 el tratado anglofrancés secreto ha sido desvelado por Rusia, entonces en plena reconversión a Unión Soviética tras la Revolución de Octubre en 1917, y los árabes no están, lógicamente, muy contentos con el doble juego de Londres.
Del mismo modo, la retórica wilsoniana procedente de Estados Unidos sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos hace que el Reino Unido deba cambiar de estrategia. Una división tan unilateral y descarada de Oriente Medio ya no es plausible, por lo que hay que reorientar el discurso.
Ante la amalgama étnica –y crecientemente nacional– que eran los restos del Imperio Otomano, el Reino Unido se erige como protector de esos pueblos sin experiencia política independiente.
En noviembre de 1917 Lord Balfour, en la declaración homónima, promete el establecimiento de un “hogar judío” en Palestina. La carta de Balfour, tan conocida como ambigua, es otro de los episodios de aquel juego de trileros en lo que se convirtió la diplomacia británica para tener contentos a todos los implicados sin salir ellos perdiendo.
Promesas similares irán destinadas también a los armenios y los kurdos, minorías dentro del entramado otomano pero con firmes deseos de autodeterminación.
Los últimos en comprobar el juego británico serían sus aliados franceses.
Una vez terminada la guerra en 1918, Francia se encontraba preocupada por su parte del pastel.
Desde su perspectiva, en los territorios del norte de Irak no podía sacar un rédito económico con el que compensar el gasto administrativo colonial de todo el territorio, por lo que prefiere afianzarse en lo que llamarán la “Siria útil”.
En cambio, los británicos, poseedores de los derechos de explotación de los hidrocarburos en la zona de Mosul, solicitarán la cesión a los franceses.
El primer ministro británico, Lloyd George, se lo pedirá personalmente a su homólogo francés, Clemenceau, y este aceptará. Se consumaba así el reparto territorial. No obstante, un problema seguía preocupando a los británicos: cómo justificar la nueva dominación.
Esta solución provino de la recién creada Sociedad de Naciones.
Tanto Reino Unido como Francia se ofrecieron a establecer mandatos en sus respectivas zonas de influencia.
Esto suponía que quedaban encargados de estos territorios con la condición de que promoviesen su desarrollo a fin de que estos territorios, en un plazo determinado, realizasen su transición a países independientes.
Sin embargo, la persistencia de Estados Unidos de cara a permitir que estos territorios eligiesen tu potencia “mandataria” casi trastoca todos los planes francobritánicos.
Y es que los enviados de los distintos territorios a las distintas comisiones de los tratados de paz acabaron eligiendo un mandatario estadounidense.
Esto se debía materializar en el seno de la Sociedad de Naciones, sin embargo, y por decisión de su Senado, Estados Unidos nunca llegó a entrar en la organización, invalidándose todo lo acordado. Así, para regocijo de Londres y París, la situación volvía a estar como antes.
Con escasa oposición internacional –los árabes llegaron a tener brevemente un estado propio pero este fue rápidamente desarticulado por las potencias europeas–, los deseos británicos y franceses acabaron consumados.
Durante las conferencias de San Remo, en 1920, y El Cairo, al año siguiente, la repartición de Oriente Medio se convertía en realidad.
Para Francia quedaba el territorio acordado, aunque en París creyeron conveniente partir el protectorado en dos, con Siria por un lado y el Líbano por otro, este último bajo control de los cristianos maronitas, que habían presionado a Francia para obtener su futuro país lejos del poder de Damasco –aun haciendo del Líbano un territorio de alta heterogeneidad étnica y religiosa.
Los británicos igualmente acabaron obteniendo los mandatos de Palestina –ya con un creciente conflicto entre árabes y sionistas–, Irak, donde colocaron como rey a uno de los hijos del jerife Hussein, Faysal, y el territorio que crearon por medio, Transjordania, a modo de estado-tapón entre la península arábiga y el Levante, cedido a otro de los hijos de Hussein, Abdallah.
En el desierto arábigo, donde Hussain ibn Ali pretendía basar el nuevo estado panárabe, el ascenso de los Saud creaba el estado de Arabia Saudí con la bendición de los británicos, abarcando todos aquellos territorios que no estaban bajo protección de Londres.
Empezaba así a tomar forma el mapa de Oriente Medio, con la línea Sykes-Picot intacta, particiones y fronterizaciones surgidas de la arbitrariedad colonial y las promesas del estado árabe disueltas en dos protectorados con los hijos de ibn Ali a la cabeza como única recompensa.
En Londres se daban por satisfechos con el resultado. Habían conseguido un continuo territorial entre el Mediterráneo y Persia, un estado bajo el amparo británico, acercando aún más la India con Inglaterra.
No obstante, no existiría entonces ni un atisbo en la comprensión de las consecuencias que aquella partida de ajedrez a medio terminar tendría para el futuro de Oriente Medio.
Y es que otras realidades nacionales, como Armenia o el Kurdistán, quedaron a medias o simplemente fueron palabras que se llevó el viento.
En el primer caso, la Armenia propuesta por el presidente estadounidense Wilson era bastante más extensa que el país actual, abarcando el este de Anatolia en un intento por consumar la supremacía del estado-nación sobre los estados plurinacionales o multiétnicos.
Esta “Gran Armenia” tuvo el mismo destino que el Kurdistán propuesto en el Tratado de Sévres de 1920, un país kurdo “de mínimos” que no satisfacía a nadie.
Como dicho tratado nunca llegó a ratificarse, fue sustituido por el de Lausana en 1923, un texto que recuperó Anatolia para los turcos, ya que la península había sido troceada en distintas zonas de influencia occidentales y estados recién nacidos.
Se acabó primando la existencia de Turquía frente a otras realidades, y la Armenia de Wilson se esfumó con la correspondiente invasión turca, sumada al genocidio durante la Primera Guerra Mundial, al igual que el Kurdistán, cuyas fronteras acabaron siendo simples líneas en los borradores de los tratados de paz.
MÁS INFORMACIÓN: Cómo se repartió Medio Oriente
Un mal sueño y un peor despertar
A pesar de los redoblados esfuerzos británicos y franceses por controlar Oriente Medio, su dominio en la zona no perduró más de tres décadas. Tras la Segunda Guerra Mundial, las capacidades y la legitimidad de estas potencias para mantener estos territorios habían desaparecido completamente.
Así, por iniciativa de Naciones Unidas y con el apoyo –o la resignación– de los países vencedores en la guerra, nacían en los años inmediatamente posteriores al conflicto Siria, Líbano, Transjordania e Israel –conflicto incluido–, que se sumaban a los ya existentes Irak y Arabia Saudí.
Sin embargo, aquella oleada descolonizadora no se tradujo en un revisionismo de los límites fronterizos, trasladando ahora el problema a un mayor número de estados, más débiles y con intereses divergentes.
No obstante, la herencia cultural de la zona permaneció viva en este periodo post-colonial, impidiendo que la heterogeneidad étnica y religiosa fuese motivo de violencia o debilidad del estado.
De hecho, y excluyendo la cuestión kurda, los movimientos integradores regionales desde la década de los cincuenta consiguieron superar cualquier tipo de nacionalismo “individual” en los países árabes de Oriente Medio.
Experimentos como la República Árabe Unida, de carácter republicano, entre Siria y Egipto de 1958 a 1961, o la Federación Árabe de Irak y Jordania, monárquica, en 1958, mostraron que la superación de la fronterización colonial era posible incluso bajo distintas formas de gobierno.
El único y gran obstáculo para aquel proceso panarabista con un creciente componente socialista sería la existencia del estado de Israel. Su simple localización sirvió para espolear el nacionalismo árabe en contraposición al sionismo, pero también debilitó las estructuras estatales y los proyectos políticos de la región al infligir varias y contundentes derrotas militares, teniendo además el respaldo de los países occidentales.
A pesar de ser un ejercicio de política-ficción, el devenir de Oriente Medio no hubiese sido el mismo si Israel no hubiese existido, hubiese cohabitado en paz con Palestina o hubiese sido derrotada por las sucesivas coaliciones árabes.
El triángulo de autocracias panárabes en Egipto, Siria e Irak imprimió estabilidad a la región durante la segunda mitad del siglo XX.
A cambio de dictaduras paternalistas, la diversidad étnico-religiosa estaba garantizada, salvo el caso de los kurdos en Irak. Sin embargo, aquel sistema empezó a decaer a finales del siglo pasado con la guerra entre Irán e Irak y la posterior invasión de Kuwait por parte de Saddam Hussein.
En la centuria actual Estados Unidos daría la puntilla en 2003 volteando el escenario político y social iraquí, un cambio que a largo plazo se ha demostrado clave en la situación actual de Oriente Medio, la redefinición de identidades y quién sabe si en unos años en la reordenación del mapa político regional.
El desmoronamiento actual de Siria e Irak no se puede entender sin los procesos de radicalización religiosa en el país del Éufrates y el Tigris y sin la ofensiva suní impulsada desde Arabia Saudí, atacando los dos puntos más débiles del “creciente chií” de Oriente Medio.
Y es que el territorio actualmente controlado por el Estado Islámico no es más que la zona de clara mayoría suní existente entre Siria e Irak.
Sin embargo, este desequilibrio en la balanza religiosa y la práctica quiebra del contenedor garante de dicho equilibrio, esto es el Estado, ha fomentado el impulso de las distintas identidades religiosas y étnicas que podrían traducirse bien en mayor autonomía dentro de los ahora comatosos Irak y Siria o en reivindicaciones independentistas.
En este escenario de caos, los kurdos, aun repartidos por cuatro estados, han conseguido posicionarse como un actor de peso, y de facto en Irak ya son independientes. Sólo queda saber si querrán extender dicho estatus a los países adyacentes, especialmente Siria y Turquía.
Esta situación sin duda obligaría a una remodelación fronteriza de los países en un escenario de posguerra. Y lo mismo podría ocurrir con realidades identitarias similares. ¿Se podría convertir el Estado Islámico en un ‘Sunistán’?
¿El oeste de Siria se volvería en una copia multiétnica y multirreligiosa del Líbano? Incluso yendo más allá, ¿sería factible hablar de una unificación del Líbano y esa nueva Siria? Ninguna de estas preguntas tiene fácil respuesta, como tampoco deberían ser escenarios descartables.
No cabe duda de que esta homogenización religiosa sería un paso hacia la consecución del estado-nación en Oriente Medio, pero esto no implica de manera irremediable que la zona se estabilice.
Esta región se ha caracterizado durante siglos por un modelo de coexistencia relativamente pacífica entre comunidades religiosas.
En la cultura política está interiorizado, y aunque en los asuntos internacionales no hay recetas mágicas ni soluciones infalibles, lo cierto es que algo que ha funcionado durante cientos de años no conviene modificarlo en exceso, menos aún con imposiciones foráneas.
Ahora los estados y las comunidades de Oriente Medio se abocan a un triple dilema: la atomización territorial; volver al camino de la unificación árabe –aunque haya tendencias que lo quieran derivar hacia el panislamismo– o volver a apuntalar el sistema anterior, a medio camino entre ambos.
Hace un siglo, la desaparición otomana supuso un punto de inflexión para las dinámicas políticas de la región, y las injerencias externas marcaron en profundidad el devenir de los territorios resultantes.
En la actualidad Oriente Medio se enfrenta a una crisis aún más grave, y sólo queda esperar quién, por qué y cómo se diseñará el escenario futuro. Sin duda, las fronteras resultantes serán claves en esta renovación del orden regional.
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