¿Las encuestas como instrumentos de poder y propaganda?
02 de Noviembre de 2015
El debate sobre la influencia de los sondeos preelectorales en el voto de los ciudadanos es un tema clásico de la Sociología, sobre el que no existe suficiente acuerdo.
Las interpretaciones clásicas sostenían que había influencias para todos los gustos: en bastantes casos, los sondeos permitían acotar el campo de aquellos partidos que contaban con más apoyos, dando lugar a que bastantes personas acabaran apoyando a los partidos más próximos a sus ideas que tenían más posibilidades de ganar (efecto “voto útil”).
Más allá de esta influencia genérica de carácter “informativo”, hay quienes sostienen que los sondeos sirven básicamente para reforzar o confirmar las preferencias previas y, en algunos casos, para llevar a los más dubitativos por la senda mayoritaria.
Es decir, determinadas personas suelen apoyar lo que apoyan los demás.
Lo que en términos del refranero español podíamos denominar el “efecto Vicente” (“¿Por dónde va Vicente? Por donde va la gente”).
Otros intérpretes arguyen que en determinados casos se produce un “efecto desistimiento”. Es decir, si las encuestas predicen que va ganar claramente su partido político preferido, algunos ciudadanos finalmente pueden quedarse en casa dando por supuesto que los “suyos” ya tienen asegurado el éxito.
A su vez, no faltan los que sostienen exactamente lo contrario, en el sentido de que si los sondeos pronostican una victoria de un partido por el que algunos sienten especial rechazo, entonces estos electores se sentirán más motivados y movilizados para votar en contra del partido que es visto como un peligro, o como algo negativo (efecto “rechazo”).
A partir de tales discrepancias interpretativas, no es extraño que durante bastante tiempo haya predominado la creencia de que las encuestas previas prácticamente no influyen en el resultado de las urnas, ya que al operar varias tendencias contradictorias estas acaban compensándose mutuamente y neutralizándose estadísticamente entre sí, con efectos prácticamente neutros en los resultados finales.
Ahora bien, si esto es así de manera tan concluyente, ¿por qué se produce tanta pasión, tantos intentos de influir en las encuestas, tanta propaganda “sociológica” y tanto empeño en presentar a unos y otros partidos como los más fuertes y los que tienen más posibilidades de ganar?
El simple hecho de que varias encuestas sociológicas realizadas casi al mismo tiempo presenten diferencias tan apreciables, según el perfil ideológico del medio de comunicación social que las difunda, es para sospechar.
De hecho, algo se “cuece” en todo este asunto cuando se aproximan las elecciones.
De ahí que se hable abiertamente de la “cocina” de las encuestas, llegándose en bastantes casos a escamotear las preguntas literales que se hacen a los entrevistados, no publicándose los datos primarios (lo que responden directamente los ciudadanos) y no prestando la debida atención al tipo de sondeos efectuados y a su muy disimilar nivel técnico-científico y representativo.
Este último aspecto es una de las principales fuentes de indignación de los sociólogos serios que no siempre logran hacer entender que “hay encuestas y encuestas”, muy disimilares entre sí en representatividad y en calidad técnica, y no todo puede ser equiparado ni valorado de la misma manera, como no lo es un Mercedes último modelo y un viejo Topolino, por mucho que ambos vehículos formen parte de la misma denominación común de “coche”.
Lo que está sucediendo últimamente en España es un ejemplo paradigmático de la manera en la que se intenta influir en la opinión pública, manejando recurrentemente encuestas sumamente sesgadas y cocinadas –e incluso inventadas─, con el propósito de presentar a unos u otros partidos como más fuertes y apoyados, y con más o menos posibilidades de convertirse en alternativas de gobierno; intentando generar o bien corrientes de “voto útil”, o bien divergencias orientadas a fragmentar el voto a un lado u otro del espectro político.
En realidad, los medios de comunicación social que propagan tales encuestas suelen ser muy benevolentes a la hora de juzgar a posteriori –una vez producida la votación─ los fallos de los pronósticos. Fallos que en ocasiones son bastantes abultados
(Vid., en este sentido, mi artículo en Sistema Digital del 11 de junio sobre los fallos de los pronósticos, tituladoTendencias electorales VI. ¿Acabar con el bipartidismo, para qué? Lecciones después de una batalla, referido a los fallos en los pronósticos de las elecciones municipales y autonómicas del 24 de mayo).
La situación ha llegado a tal punto que algunos analistas realizan medias aritméticas de todos los sondeos preelectorales publicados –eliminando en algunos casos los más extremos─, pensando que de esta manera se pueden compensar mutuamente los sesgos que se producen por uno u otro bando.
Lo cual puede estar bien como divertimento de despacho, pero no constituye un modo riguroso de operar ni en Sociología ni en ninguna disciplina mínimamente seria.
¿Qué pensaríamos si los médicos hicieran lo mismo para promediar análisis de sangre defectuosamente realizados, o los ingenieros o los arquitectos para establecer cálculos de resistencia de los materiales?
Además, en el caso que nos ocupa, lo más probable es que con tales medias aritméticas se produzca también un sesgo adicional hacia la derecha, debido al predominio actual de enfoques conservadores en los medios de comunicación social que publican tal tipo de encuestas.
¿En qué datos sociológicos podríamos sustentar en estos momentos la inclinación a sesgar encuestas o a presentarlas de la manera más conveniente a determinadas intenciones políticas? ¿Influyen realmente estas encuestas en la opinión pública, más allá del acotamiento general de las principales fuerzas merecedoras del voto útil?
Durante este año, el CIS ha realizado varias encuestas postelectorales en las Comunidades Autónomas donde se han realizado votaciones, que en su conjunto constituyen una macro-encuesta de dimensiones notables (con Andalucía han supuesto 11.661 entrevistas).
Como quiera que el CIS actualmente no proporciona los datos con suficiente detalle y posibilidades de agregación, me he molestado en recalcular, agregar y ponderar los datos de las 14 encuestas postelectorales realizadas durante el año 2015, habiendo obtenido unos datos generales que resultan bastante ilustrativos sobre la manera en la que pueden estar influyendo los sondeos preelectorales en el voto final de los ciudadanos.
Por supuesto, se trata de una información sociológica ceñida a momentos muy concretos y cuya validez no sabemos si va a sostenerse en el tiempo, o si va a variar o no en otras circunstancias diferentes.
Lo primero que llama la atención de los resultados de esta macro-encuesta agregada es la alta proporción de electores que en el período anterior a la votación han tenido conocimiento de encuestas.
En total son un 56%, con porcentajes mucho más altos en lugares como Madrid (73,3%), Aragón (64,3%), la Comunidad Valenciana (61,3%), o el mismo caso de Barcelona (66,8%), referido a las elecciones municipales.
En segundo lugar, destaca que un 11,7% de los que han conocido encuestas digan que estas les han influido mucho o bastante en su decisión final de voto. Lo que no es un porcentaje insignificante ni mucho menos.
Sobre todo, cuando las diferencias entre unos y otros partidos son bastante ajustadas.
Hay que tener en cuenta que, en su conjunto, se trata de un 6,6% del total de electores.
¿De qué manera operaron las influencias? A un 29,9% de estos electores les animaron a votar, a un 20,9% les ayudaron a decidir el partido por el que finalmente votaron y a un 35,8% les reforzaron en el propósito que tenían de apoyar a un partido concreto.
Es decir, las encuestas parece que han tenido alguna influencia en las elecciones que se han celebrado en España durante el año 2015.
Si ponderamos estos datos sobre el total de “influidos”, los que se animaron a votar debido al influjo de las encuestas fueron un 2,3%, los que se decidieron por un partido concreto llegaron al 1,4% y los que se vieron reforzados en su decisión previa un 2,3% del total de encuestados.
Pero si ponderamos estos datos sobre el total de personas que tuvieron conocimiento de encuestas en el período anterior a las elecciones, los que se “animaron a votar” ascendieron al 3,4%, los que se decidieron por uno u otro partido a partir de las encuestas fueron un 2,4% y los que vieron reforzado su propósito previo de votar por un partido determinado llegaron al 4,2%.
Lo cual no está nada mal en términos de rentabilizar inserciones publicitarias en forma de encuestas de diseño.
En definitiva, algunas de las encuestas que se publican tienen truco por razones que se conectan directamente con el actual contexto preelectoral de mayor volatilidad y una mayor influenciabilidad de los votantes, en circunstancias políticas de creciente complejidad, que dan lugar, por ejemplo, a que cada vez más personas tiendan a votar por unos u otros partidos según más les conviene o les convence en cada momento.
Para lo cual, las encuestas también pueden poner su granito de arena en la balanza decisoria.
El efecto final de todo esto es que bastantes encuestas se están convirtiendo en instrumentos específicos de poder. Para desesperación de los sociólogos que ni mitificamos el valor de las encuestas en sí, ni pensamos que sea correcto –ética y científicamente─ falsear o tergiversar sus datos. Aún con el riesgo de poder cometer errores de predicción.
Origen: Diario digital Nueva Tribuna
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