Mantiene el escritor Mario Vargas Llosa que “el que haya más de 100 periodistas asesinados en México es en gran parte por culpa de la libertad de prensa, que hoy permite a los periodistas decir cosas que antes no se podían permitir”. Manuel Medina, autor de este artículo, cree que éstas monstruosas declaraciones de Vargas tienen su origen en un extraño accidente sufrido por el inigualable escritor a finales de la década de los 60.(…)
Por Manuel Medina
Debió de haber ocurrido a finales de la década de 1960. Aquel día Mario no se encontraba bien, algo realmente extraño en un hombre que siempre había gozado de una excelente salud.
Hay días que no se sabe cuál es la razón por la que el organismo humano se desregulariza, pierde la compostura, comportándose de una manera extraña. Eso, al parecer, fue lo que le debió ocurrir a Mario Vargas, en aquella aciaga fecha de un ignoto año de los 60.
Medio mareado, inseguro, tambaleante, Mario se atrevió a bajar las tortuosas escaleras de la segunda planta de su domicilio. Se trataba, ciertamente, de una operación arriesgada, y que podía ser hasta peligrosa en la preocupante situación en la que se encontraba el autor de “Pantaleón y las visitadoras”.
La cuestión fue que su repentina indisposición había venido acompañada de un fuerte cólico que convertía en imperativo su desplazamiento hacia el cagadero más próximo, ubicado en la primera planta de aquella cochambrosa vivienda decimonónica.
Sea porque se le enredaron entre sí sus extremidades inferiores o, simplemente, porque durante el trayecto sufrió un desvanecimiento, lo cierto es que Vargas cayó desde los primeros escalones hasta el último, rebotando peldaño tras peldaño como si de una pelota se tratara.
La verdad es que Mario tuvo suerte en aquel truculento percance. Pudo perfectamente haber perdido la vida, pero, aparte de un voluminoso chichón en la frente y la pérdida de la conciencia durante unos minutos, pudo salir relativamente airoso de aquel vuelo sin paracaídas.
Sin embargo, quienes no tuvimos tanta suerte como él fuimos la extensa pléyade de sus lectores, que embobecidos le seguíamos a través de sus libros, entrevistas y declaraciones.
Poco a poco, a partir de aquel endemoniado accidente, de manera casi imperceptible se empezaron a detectar en su comportamiento público extrañas y desconcertantes piruetas.
Apenas habían transcurrido unas semanas de aquello, cuando se pudo notar cómo Mario comenzaba a enfriar su solidaridad por las causas que siempre había defendido.
Recuerdo, por ejemplo, unas declaraciones suyas sobre la masacre contra los estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas, en México, en las que lo noté distante y desinteresado en relación con aquella tragedia que acabó con la vida de centenares de estudiantes universitarios mexicanos.
Algún tiempo después, aunque conservando todavía un cierto respeto, Mario comenzó a marcar distancias con su hasta entonces admirada Revolución cubana. Sus viajes a los Estados Unidos, con el pretexto de su pertenencia al Pen Club, comenzaron tener una inusitada frecuencia.
Y lo que ya terminó por soliviantar mis mosqueos fue la solícita aquiescencia con la que le acogían las más glamorosas revistas norteamericanas, en las que aparecía risueñamente acompañado de distinguidos personajes e inequívocamente ubicados en el campo de la extrema derecha ideológica de los EEUU.
Pese a sus reiteradas afirmaciones de que no le interesaba en absoluto la política institucional, terminó presentándose a las elecciones presidenciales de su país, Perú. Una osadía que le hizo morder el polvo.
Ya en esos años Mario estaba dejando de ser Mario Vargas Llosa. Se había transformado en un personaje desconocido, con opiniones que me resultaban imprevisibles. Empecé a verlo como un enemigo hostil y del que era preciso defenderse. Por eso, cuando mucho tiempo después se hizo intimo amigo de José Maria Aznar o se emparejó con la Isabel Presley, ni siquiera me resultó sorprendente.
Ambos encajaban perfectamente con el personaje. Vargas había empezado a ser, por fin, perfectamente previsible para mí.
Siempre he tenido la convicción de que aquella extraña caída de la escalera lesionó alguna zona de su cerebro, provocando un mefistofélico cambio en su identidad ideológica y convirtiéndolo, además, en un monstruo humanamente repugnante.
Aunque nunca lo comenté con nadie, pensé que por alguna desconocida razón el funesto accidente no había afectado a la parte de su cerebro que tenía que ver con la creatividad literaria. Sus libros, sus recreaciones, su capacidad fabuladora no habían perdido un ápice de su valor original.
Permanecían intactas, vivas. Quienes aun despreciando la nueva faceta de su personalidad han tenido el valor de seguir comprando sus novelas, seguro que coinciden conmigo.
Vienen todas estas rememoraciones a propósito de las recientes declaraciones que hoy he tenido la oportunidad de leer en la prensa digital. Mario Vargas Llosa declaró que
“En la época de la dictadura perfecta era una especie de ritual que se llevaba cada cierto año pero que en realidad sabíamos quién era el candidato asignado y que iba a ser elegido, ahora eso no ocurre. Ahora hay una incertidumbre porque hay unas elecciones que son mucho más libres que antes “.
“Que hay más libertad de prensa en México hoy en día que hace 20 años, sin ninguna duda. Y el que haya 100 periodistas asesinados yo creo que es en gran parte por culpa de la libertad de prensa que hoy día permite a los periodistas decir cosas que antes no se podían permitir.
Reconozco que estas obscenas y provocadoras declaraciones de Mario no llegaron ni siquiera a irritarme. Me lo podia esperar. Sólo me trajeron a la memoria la catadura del Mr. Hyde que hoy se alberga en tras su abyecta conciencia.
La verdad es que toda esta construcción de imágenes narrativas que yo mismo habia construido se inició a partir de aquel desgraciado accidente que me vi obligado a inventar para poder permitirme seguir comprando sus novelas y encontrarle una explicación racional a cómo un escritor de su valía pudo llegar a convertirse en el miserable personaje repugnante que es hoy.
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