Quien antes aparecía como un peligroso neofascista o un incompetente populista emergió de los escombros de la base aérea de Al Shayrat como un sabio estadista que “hizo lo que debía hacer”.
Por Atilio A. Boron
Acosado por sucesivas derrotas en el Congreso –el rechazo a su proyecto de eliminar el Obamacare- y en la Justicia, por el tema de los vetos a la inmigración de países musulmanes, Donald Trump apeló a un recurso tan viejo como efectivo: iniciar una guerra para construir consenso interno.
El magnate neoyorquino estaba urgido de ello:
su tasa de aprobación ante la opinión pública había caído del 46 al 38 por ciento en pocas semanas;
un sector de los republicanos lo asediaba “por la izquierda” por sus pleitos con los otros poderes del estado y sus inquietantes extravagancias políticas y personales;
otro hacía lo mismo “por la derecha”, con los fanáticos del Tea Party a la cabeza que le exigían más dureza en sus políticas anti-inmigratorias y de recorte del gasto público y, en lo internacional, ninguna concesión a Rusia y a China.
Por su parte, los demócratas no cesaban de hostigarlo.
En el plano internacional las cosas no pintaban mejor:
mal con la Merkel durante su visita a la Casa Blanca, un exasperante sube-baja en la relación con Rusia y una inquietante ambigüedad acerca del vínculo entre Estados Unidos y China.
Con el ataque a Siria, Trump espera dotar a su administración de la gobernabilidad que le estaba faltando.
Los frutos de su iniciativa no tardaron en aparecer.
En el flanco interno, el chauvinismo y el belicismo de la sociedad y la cultura política norteamericanas le granjearon el inmediato apoyo de republicanos y demócratas por igual.
Quien antes aparecía como un peligroso neofascista o un incompetente populista emergió de los escombros de la base aérea de Al Shayrat como un sabio estadista que “hizo lo que debía hacer”.
Tanto la impresentable Hillary Clinton como el anodino John Kerry no ahorraron elogios al patriotismo y la determinación con que Trump enfrentó la inverosímil (y no creíble) amenaza del régimen sirio, a quien se le acusó, contra toda la evidencia, de haber utilizado el gas sarín que días atrás produjo la muerte de al menos ochenta personas en un ataque perpetrado en la ciudad de Jan Sheijun.
Mentiras.
Fuentes independientes señalan que esa macabra operación no pudo ser causada por Damasco sino por los “rebeldes” amparados y protegidos por Occidente, las tiranías petroleras del Golfo y el gobierno fascista de Israel.
El área en donde se produjo la masacre estaba bajo el control del Al-Nusra, rama de Al Qaida que Naciones Unidas y EEUU habían calificado como terrorista.
En el 2013 el gobierno sirio firmó su adhesión a la Convención para la Prohibición de Armas Químicas (OPAC) y tres años más tarde el país fue declarado territorio libre de armas químicas.
Así reza el informe que esa organización elevó al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Claro está que una parte de ese arsenal pudo haber sido capturado y escondido por Al-Nusra, facilitada esta maniobra por la debacle en que estaba sumida Siria a causa de la guerra.
Pero al bombardear la base aérea de Al Shayrat Washington destruyó al equipo y el arsenal militar que presuntamente podría haber probado que fue el ejército sirio quien cometió el crimen con el gas sarín.
¿Por qué destruir la evidencia que eventualmente podría culpabilizar (o inocentizar) a Al-Assad, se preguntaba la vocera de la cancillería rusa?
Destruir pruebas es un delito, o por lo menos una actitud sospechosa, sobre todo si se atiende a la inevitable pregunta que hace Günter Meyer, director del Centro de Investigaciones del Mundo Árabe, con sede en Maguncia, Alemania, y que reproduce un cable de la Agencia Deutsche Welle.
En cualquier película policial-asegura Meyer- cuando se investiga un crimen los detectives se preguntan quién gana y quien pierde con lo ocurrido.
En este caso la pregunta tiene una clara respuesta: “De semejante ataque con gas letal solo pueden beneficiarse los grupos opositores armados” y (agrego por mi parte) sus aliados en Occidente, a la vez que sólo puede perjudicarse el gobierno sirio.
Entonces, ¿por qué cometería semejante crimen? ¿Puede Al-Assad ser tan estúpido? No parece, porque de haberlo sido ya habría sido derrocado hace años.
Todas estas consideraciones fueron soslayadas por Trump.
Y en esto el outsider mentiras y difamaciones –eufemísticamente llamadas “posverdad” por los infames manipuladores de la opinión pública mundial- que persiguen justificar lo injustificable.
Todos conocemos la historia de las “armas de destrucción masiva” que supuestamente tenía en su poder Saddam Hussein y que jamás se hallaron, ni antes de la destrucción del régimen ni después.
Pero la tragedia igual fue consumada a partir del 2003 porque la mentira se había arraigado en la sociedad americana.
Todo sabían, además, que el único país de la región que las poseía era Israel, pero como es el gendarme regional del imperio eso es una nimiedad que se oculta cuidadosamente ante los ojos de la opinión pública y que intencionadamente marginan de sus análisis los más sesudos especialistas..
Con el ataque del viernes pasado Washington violó, por enésima vez, la Carta de las Naciones Unidas demostrando más allá de toda duda que el presunto “orden mundial” no es tal sino un brutal e inmoral “desorden mundial “ en donde rige la máxima bárbara del derecho del más fuerte.
Pero no sólo eso: Trump también violó la Carta de la OEA, que en su Capítulo 2, inciso 9, dice textualmente que “los Estados americanos condenan la guerra de agresión: la victoria no da derechos”.
Sería bueno que el Secretario General de esa siniestra organización, Luis Almagro, tan preocupado por aplicar la Carta Democrática a la República Bolivariana de Venezuela tomara nota de esto y denunciara a Washington, con el mismo ardor con que enjuicia a Caracas, por su agresión a Siria.
Ante la gravedad de la situación es obvio que Rusia no permanecerá de brazos cruzados:
tiene en Siria una vital base naval en Tartus que le abre las puertas del Mediterráneo (y de ahí al Atlántico Norte) a su flota del Mar Negro anclada en Sebastopol y también una base aérea en Latakia.
China e Irán también tienen intereses en juego en Siria y una Rusia cercada por tierra - con la OTAN estacionada a lo largo de toda su frontera occidental con lo que algunos observadores consideran como el mayor despliegue de fuerzas y equipos de toda su historia- y por mar si llegara a producirse la caída de Al-Assad.
En tal caso Moscú no tendría sino dos alternativas:
aceptar mansamente su sumisión a los dictados de Estados Unidos, cosa que obviamente no está en el ADN de Vladimir Putin y que por lo tanto jamás hará;
o activar su poderoso dispositivo militar y aplicar represalias selectivas intensificando su campaña en contra del ISIS creado y protegido por Washington e, inclusive, adoptando una postura más activa en caso de una nueva agresión norteamericana.
Cuesta pensar de otro modo cuando se ataca a un país como Siria que, junto a Rusia, había logrado grandes éxitos en controlar a la horda de fanáticos que sembró el terror en Siria y otras partes de Oriente Medio.
El inesperado giro de Trump (que en su campaña había divulgado nada menos que 45 tuits diciendo que “atacar a Siria era una mala idea porque podría precipitar el estallido de la Tercera Guerra Mundial”) debe poner en guardia a todos los pueblos y gobiernos del planeta porque con el ataque a Siria el mundo camina sobre el filo de una navaja.
Esta actitud de vigilancia y preparación para la lucha debe ser impulsada en Nuestra América, especialmente cuando se analizan las muy recientes declaraciones del Jefe del Comando Sur, Kurt Tidd, ante el Comité de Fuerzas Armadas del Senado de Estados Unidos.
En esa ocasión textualmente habló de “una creciente crisis humanitaria en Venezuela que eventualmente podría obligarnos a una respuesta regional.”
Los latinoamericanos y caribeños sabemos lo que esas palabras significan y estaremos preparados para desbaratar esos planes.
Suenan los tambores de guerra en la Casa Blanca y no sería de extrañar que aparte de continuar con sus operaciones bélicas en Siria hubiera en Washington quienes crean que llegó el momento de ajustar cuentas con Corea del Norte y Venezuela, dos espinas que hace mucho tiempo Tío Sam tiene clavadas en su garganta.
Cuando comienzan su periplo descendente los imperios potencian su barbarie y tratan de retrasar lo inevitable apelando a cualquier recurso, entre ellos, inventando guerras.
No sería de extrañar entonces que ante este cuadro de situación, cuando son los propios estrategas imperiales los que se desvelan por tratar de detener su declinación, Trump intentara “normalizar” el mapa sociopolítico latinoamericano y del sudeste asiático recurriendo al lenguaje de los misiles.
Si lo hiciera se llevaría una sorpresa enorme.
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