Por Salva Solano
Ya sabemos cómo es la derecha española: reaccionaria, dada a prohibir cualquier cosa que se salga de lo que ellos consideran que es aceptable, normal, en aras de mantener el orden y el estado actual de cosas. Y el que no trague con eso tendrá que vérselas con sus leyes y su justicia. Lo de siempre.
Así, si bromeas con la religión, la Guardia Civil, los toreros, la patria, con las cosas de la derecha, en suma, te arriesgas a sufrir las consecuencias, que serán más o menos graves dependiendo de la calidad de la democracia de la que se disfrute en el momento del «delito» (malas noticias: ahora está la cosa regular tirando a mierda).
Por ese lado, poco nos pueden extrañar las reiteradas denuncias y acciones de la derecha contra aquello que atente contra la tradición, los sentimientos y las buenas costumbres.
Cuando gobiernan, legislan en consecuencia; y cuando no gobiernan, no permiten tampoco que la cosa se desmadre.
Si un gobierno progresista (o menos conservador) aprueba, respetando todos los cauces legales, el matrimonio homosexual, o la ley de memoria histórica, o levanta algunas restricciones al aborto, o quiere que se respete la separación Iglesia-Estado, o que el que lo desee pueda morir antes de verse convertido en un muñeco de trapo, los tendrá enfrente. A vosotros os habrán votado, pero nosotros tenemos los medios de comunicación, el clero, la judicatura y las fuerzas del orden de nuestra parte.
De ese modo, gracias a la colaboración del que debería ser primer partido de la oposición, y al miedo de muchos ciudadanos anónimos, llevamos años viendo a humoristas, artistas, cantantes, usuarios de las redes sociales y a cualquiera que les moleste, multados, detenidos, apaleados, juzgados o en la cárcel por manifestarse, cantar, escribir…
Es cierto que el doble rasero es intolerable, asquerosamente injusto. Pero la solución no es que la izquierda actúe como la derecha, la solución no es esta triste deriva reaccionaria de la izquierda.
Si alguien, aunque sea humorista profesional, hace un chiste sobre algo que a estos modernos izquierdistas les parezca «sagrado» (también hay temas sagrados dentro de la laicidad), atacan al autor, lo insultan, lo difaman, orquestan una campaña en su contra, lo denuncian y hacen lo posible por joderle la vida. O pide perdón y se humilla (y ya veremos), o maniobran para que al culpable no se le permita actuar, escribir, etc. en ninguna compañía ni medio público ni privado, si es alguien conocido, o que lo echen del trabajo y se le marque como a un apestado y no se le vuelva a contratar en otra empresa (internet tiene muy buena memoria), si se trata de una persona sin, hasta entonces, relevancia pública.
Algunos de estos tabúes son: la mujer (en general; quizá sea el tema que admite menos bromas actualmente), las enfermedades, las razas, las orientaciones sexuales, el aspecto físico, el acoso escolar o laboral, el maltrato animal… Bromear con esto no sólo les parece de mal gusto (que es subjetivo, y allá cada cual) sino que los nuevos guardianes de la moral exigen que se prohíba. Ese es el matiz. El peligroso matiz.
Adiós al humor procaz, mordaz (del negro, ni hablamos).
Todo ha de ser políticamente correcto, limpio, neutro, aséptico, aunque resulte mortalmente aburrido. Lo importante es que nadie se sienta ofendido.
Y la única manera de que nadie se sienta ofendido es no abrir la boca, porque hay más tontos que ventanas.
Hasta la nacionalidad, joder, que era una cosa muy de la derecha, hasta eso hay que cuidarse mucho de agraviar.
Hace un par de meses, colgaron esto en Twitter:
El oculista me ha dicho que tengo un ojo vago
Pues la izquierda cargó en masa contra el autor. «Estás ofendiendo a los andaluces, que son un pueblo dignísimo y trabajador»; «Yo soy andaluz, y vago se lo llamas a tu puta madre», fueron de las respuestas más suaves (también hubo andaluces que aplaudieron; queda gente con sentido del humor que no se ofende por chorradas, por suerte).
Y ya veis que el chiste tampoco tiene mayor maldad, así que imaginaos cuando la cosa es un poco menos light.
Lo grotesco es que los mismos que piden la ejecución pública del que ose mancillar el honor de los andaluces, protestan cuando se reprime a quien «ofende» a España.
Los delitos «de odio», contra los sentimientos religiosos y demás, son incompatibles con la democracia. Si Mongolia se descojona de la Virgen, hay que defender su derecho a hacerlo.
Pero si otros quieren bromear con la pasión de los andaluces por el trabajo, la capacidad de seducción de los vascos, la terquedad de los aragoneses o que el mejor remedio contra la hipertensión es una transfusión de sangre tinerfeña, también.
Si alguien, aunque sea humorista profesional, hace un chiste sobre algo que a estos modernos izquierdistas les parezca «sagrado», atacan al autor, lo insultan, lo difaman
A un beato le puede ofender que nos riamos de los cerriles que se dan codazos saltando una valla para tocar a una estatua de madera, como a ti el que otros se rían con el tópico de lo tacaños que son los catalanes o que los murcianos hablamos como si tuviéramos un pastel de carne en la boca (a otros no nos molesta ni una cosa ni otra, y eso que salimos ganando), y nada de todo esto debería tener repercusiones legales, ni verse ensombrecido por la censura.
Voy a poner un ejemplo personal. Hace quince días emitieron por la tele cómo un tío, que por el careto podría ser uno de los enanos de El Señor de los Anillos, se tomaba, con mano temblorosa, un chupito. Luego me enteré de que se estaba suicidando ante la cámara. Y me impactó mucho.
Por eso, cuando minutos después empezaron a circular por todas partes memes con el protagonista del vídeo, algo en mí se rebelaba, aunque ya sabía que era un criminal de guerra bosnio. Pero daba igual, no me hacía gracia el cachondeo. A mí no me hacía gracia.
No es racional, viene de dentro, como a otro puede sentarle mal la lectura de La pata de palo de Espronceda, porque es denigrante, falto de ética y atenta contra la memoria de los piratas. Pero en ningún momento se me pasó por la cabeza insultar o denunciar a los autores de los memes de Praljak para defender la memoria de las víctimas del Yagermaster.
Tampoco me agrada cada vez que alguien, probablemente de buena fe (y seguro que en otras ocasiones, movido sólo por el morbo o la sed de notoriedad), comparte imágenes de animales torturados, o de víctimas de cualquier acción bélica. Pero no pido que se actúe contra el que ha herido mi sensibilidad. Me limito a ignorarlo o, en casos extremos, bloquearlo o silenciarlo.
Si es que la solución es fácil: igual que no quedas a tomar cañas con quienes te hacen sentir mal, no vayas a ciertos espectáculos, no leas a según qué autores, pasa de los cabestros en las redes. Si eso no te es suficiente, si quieres ir un paso más allá, entonces eres un censor de pacotilla.
Más ejemplos de incongruencias, ahí va un triple mortal:
Todos fuimos Charlie cuando mataron a dibujantes de la revista por hacer dibujitos de Mahoma.
Libertad de expresión y tal. Pero cuando hace cosa de mes y medio El Jueves bromeó con la policía, estos denunciaron, el juez la estimó y la derecha aplaudió.
Y la izquierda protestó. Pero esos mismos, alehop, cargan contra La vida moderna (de los pocos programas de humor políticamente incorrecto que quedan) si Ignatius, uno de los tres cómicos, hace un chiste supuestamente machista.
Todo es muy gracioso hasta que nos topamos con algo que nos sienta mal a nosotros. Entonces: «Esto es apología del abuso sexual, ojalá te sodomicen» (me encantan estas respuestas tan congruentes); «machista, que supriman este programa»…
Si una persona que ya no use los dedos para decir su edad, no distinguede verdad (descarto a oportunistas y polemistas profesionales) la diferencia entre el humor, más o menos burdo, acertado o divertido, que ahí no entro, y la apología de la violación, poco podemos hacer más que guardar un minuto de silencio por el sistema educativo.
De la derecha y sus fuerzas represoras, uno se lo espera. Pero si la izquierda también colabora en esto, la libertad de expresión se queda sola.
Aunque en todo esto hay también mucho de… ¿cómo decirlo?… Gazmoñería. Sí, suena antiguo (como las actitudes de algunos), pero creo que esa palabra lo define bien.
Gazmoños que saltan a atacar al blasfemo que roce los tabúes sagrados, que se esfuerzan en ser más beligerantes y ruidosos que nadie para demostrar que ellos están en el extremo opuesto al de las almas descarriadas. Aunque luego el que más ladre le monte un pollo a su novia si no le plancha bien la camisa.
Pero en público, tolerancia cero, que se vea que él es más feminista, animalista o loqueseaísta que nadie.
Veo con disgusto cómo nuestra sociedad se va acercando pasito a pasito a la hipócrita mojigatería estadounidense. Ya tapamos las palabrotas con un pitido (First dates) o invitamos a actuar a cantantes con la condición de que modifiquen un verso de su canción (todos los canales de TV españoles con la tal Becky G).
Y en cambio, por esas contradicciones que tiene la vida, de EEUU han salido series como Padre de familia. ¿Alguien imagina esa serie producida hoy por alguna cadena española? Imposible. Y si por casualidad sonara la flauta, los responsables acabarían en la cárcel tras el programa piloto: perversión de los niños (es una serie de dibujos, para adultos, pero de dibujos), apología de la pederastia, escarnio de los minusválidos, discapacitados o como dicte la norma eufemística que hay que llamarlos ahora; racismo, antisemitismo…
Me estoy acordando de la que se montó con Ocho apellidos vascos. Una buena película (no puedo decir lo mismo de la segunda parte) que no se libró de su legión de ofendidoskis.
O, sin salir de la zona norte, el caso más reciente de Fe de etarras, cuyo cartel provocó una denuncia de la Unión de Guardias Civiles a Netflix por «humillar a las víctimas».
Atentos al cartel. ¿De verdad la UGC no tiene nada mejor que hacer?
De la derecha y sus fuerzas represoras, uno se lo espera. Pero si la izquierda también colabora en esto, la libertad de expresión se queda sola.
¿Los límites del humor? Ninguno. Es la única manera. No se puede empezar a poner límites sin terminar con la libertad de expresión, porque siempre habrá quien quiera mover la línea un poquito más allá, y al final acabaremos sin poder abrir la boca.
¡Alegría, joder! Dejémonos de susceptibilidades, recelos, complejos y oscurantismo. Vamos a disfrutar un poco y a no ponérselo tan fácil a los que nos gobiernan, que están encantados de que pidamos represión para unas cosas, porque eso les dará vía libre para ejercerla en otras.
Hay ogros y podemos vencerlos, sí; pero es muy difícil, porque los llevamos dentro, nos los tragamos junto con las ruedas de molino y las (h)ostias (con y/o sin hache). Esa es la oscura moraleja del cuento de Pulgarcito, que acaba calzándose las botas del ogro. Somos la media aritmética entre el gigante caníbal y el enano devorable, medio verdugos y medio víctimas.
Por Carlo Frabetti
Decía Chesterton que los cuentos nos enseñan dos cosas: que hay ogros y que podemos vencerlos. Y, efectivamente, esa es su enseñanza más clara y reconfortante, la tranquilizadora moraleja tras el susto de ver a Pulgarcito y sus hermanos a punto de ser devorados. Pero hay una enseñanza más sutil e inquietante, que es la que explica la vigencia del símbolo del ogro, es decir, del caníbal, en los cuentos infantiles y en la cultura popular. ¿Adivinas cuál es, querido lector/lecter?
A los niños se les cuenta el cuento de los tres cerditos mientras meriendan un bocata de jamón, o el de los siete cabritillos después de cenar costillas a la brasa. Se criminaliza al lobo, que es quien tiene derecho, por ineludibles exigencias biológicas, a comerse a los cerdos y a las cabras, a la vez que se fomenta el carnivorismo entre quienes no necesitan -ni les conviene- comer carne. Y como no todos los niños se rinden sin condiciones a la brutal agresión ideológica de sus mayores, algunos se dan cuenta de esta aberración nuclear de nuestra cultura y se vuelven vegetarianos (lo cual suele conllevar problemas familiares y sociales parecidos a los de salir del armario).
Con la religión, que es una forma de canibalismo (o viceversa), ocurre lo mismo: te dicen que Dios es amor, pero que puede condenarte a una eternidad de suplicios infernales si no cumples sus mandamientos; te dicen que eres libre, pero que Dios sabe de antemano todo lo que vas a hacer (lo que significa que no puedes hacer otra cosa, es decir, que no tienes elección, o sea, que no eres libre); te dicen que la Iglesia es tu madre, pero en ella no hay más que “padres”…
Y si a pesar de todos los obstáculos alcanzas el uso de razón, la abrumadora mayoría de caníbales y creyentes, que te rodean y te acosan por todas partes, te sume en el mayor desconcierto. “No es posible que todos sean idiotas morales o estén locos”, piensas consternado.
Pero, como dice Sherlock Holmes, cuando se han descartado todas las explicaciones imposibles, la que queda, por inverosímil que parezca, tiene que ser la verdadera. Y matizando ligeramente los adjetivos, las piezas van encajando. En primer lugar, no todos son creyentes ni caníbales: en el mundo hay un 15 % de personas no religiosas y un 8 % de vegetarianas; menos de los que quisiéramos, pero van en aumento. Y los demás no son necesariamente dementes, sino que están enajenados; parecen dos formas distintas de decir lo mismo, pero hay una sutil diferencia entre ser y estar, y también entre demente y enajenado, que no en vano es sinónimo de alienado. Con lo que llegamos al quid de la cuestión, a la olvidada palabra clave que más puede ayudarnos a comprender nuestra compleja y desgraciada situación sociocultural.
Y digo “olvidada” porque el término “alienación”, habitual en el discurso político anterior a los años setenta (y no solo entre los marxistas), desapareció de pronto barrido por la avalancha posmoderna, junto con “plusvalía”, “lucha de clases” y otras expresiones incómodas para la burguesía ilustrada, que en mayo del 68 le vio las orejas al lobo.
Hay ogros y podemos vencerlos, sí; pero es muy difícil, porque los llevamos dentro, nos los tragamos junto con las ruedas de molino y las (h)ostias (con y/o sin hache). Esa es la oscura moraleja del cuento de Pulgarcito, que acaba calzándose las botas del ogro. Somos la media aritmética entre el gigante caníbal y el enano devorable, medio verdugos y medio víctimas.
Estamos alienados -es decir, enajenados- por la religión (aunque no seamos creyentes) y por el sistema de producción capitalista (aunque lo impugnemos). Tenemos muchas personalidades, y casi todas nos son ajenas: somos eslabones de una delirante cadena de producción y consumo, engranajes de una máquina de destrucción masiva, sumideros de las mentiras de los grandes medios, baratijas en el supermercado del sexo… Y ogros que devoran a sus semejantes de todas las formas imaginables, incluida la más literal.
(Continuará)
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