El comercial de un destacado stand del Salón Internacional de la Movilidad Segura y Sostenible, que se desarrollaba en Madrid, estaba estupefacto.
Su empresa había desarrollado un sistema de seguridad vial para los peligrosos quitamiedos, esas estructuras metálicas donde año tras año pierden la vida muchos motociclistas o sufren terribles amputaciones.
Su dispositivo no sólo reduciría considerablemente el riesgo de lesiones por impacto sino que, además, evitaría que el desafortunado motociclista rebotara y fuera devuelto a la vía, donde podía ser atropellado.
Confiaba en que sus potenciales clientes, alcaldes, consejeros de comunidades autónomas, miembros de diputaciones y altos cargos del ministerio correspondiente, siempre tan preocupados por la seguridad de sus conciudadanos, se detuvieran en su stand y se mostraran francamente interesados, casi conmovidos, por un invento que salvaba vidas y evitaba centenares de lesiones irreversibles.
Pero su sorpresa fue mayúscula al ver que todos estos políticos y altos funcionarios de la Administración pasaban de largo en tropel, como búfalos presos de una estampida.
Ninguno reparaba en su expositor, ni siquiera le dedicaban una mirada perdida. Raudos y veloces se arremolinaron frente a otro stand cercano.
¿Qué prodigioso artilugio ofrecía la otra empresa? ¿Quizá uno que salvaba muchas más vidas que el suyo?
¿O acaso repartían gratuitamente atractivos obsequios? Nada de eso. El reclamo era muy distinto.
Allí estaba lo último en radares y sofisticados dispositivos capaces de detectar si un vehículo no había pasado la preceptiva inspección técnica, circulaba sin el seguro apropiado, si sus ocupantes no llevaban puesto el cinturón de seguridad e, incluso, si el chófer del vehículo apartaba “imprudentemente” alguna mano del volante.
En pocas palabras… el stand vendía productos con una cualidad imbatible: incrementar sustancialmente la recaudación por sanciones de tráfico.
El primero salvaría vidas directamente.
El segundo, siempre según la propaganda oficial, podría hacerlo de forma indirecta, disuadiendo a los conductores de asumir determinados riesgos… pero con toda certeza permitía imponer muchas más sanciones y multas.
Que por el precio de un solo radar se pudieran convertir en inofensivos 70 kilómetros de temibles quitamiedos importaba muy poco.
Los burócratas habían acudido a la feria con la decisión tomada: comprar radares a manos llenas, por docenas, como quien acude a un mercadillo a adquirir ropa para toda la familia.
Este tipo de decisiones administrativas, que priman la recaudación sobre la seguridad, el volumen del presupuesto disponible sobre los servicios prestados al ciudadano, son demasiado comunes.
Si se pudiera multar a TODOS sería la HOSTIA |
La idea de que los burócratas −incluyendo dentro de ellos a la clase política− tienden a anteponer sus intereses a los del público fue expuesta por el economista norteamericano William Niskanen en su ya clásico Bureaucrats and politicians (1975).
En ausencia de controles externos eficaces, los burócratas muestran una fuerte inclinación a maximizar el presupuesto del que disponen, ingresos y gastos, pero no a mejorar la calidad del servicio público prestado.
Quienes dirigen los organismos públicos se interesan por su propio bienestar, que incluye el salario, otras gratificaciones y prerrogativas, la calidad de sus oficinas e instalaciones, el número de subordinados, el poder del que gozan.
Todo ello crece con el presupuesto disponible.
También crecen, en ambientes corruptos, las comisiones y mordidas por adquisición de materiales y adjudicación de contratas. Los burócratas prefieren los radares a la nueva modalidad de quitamiedos porque los primeros permiten expandir su presupuesto; los segundos no.
Pero no es solo que burócratas y políticos tiendan a gastar demasiado, a prestar servicios a un coste excesivo.
Su comportamiento conduce también a una marcada asimetría en la evolución de impuestos y gasto público.
Ambos tienden a aumentar con facilidad pero muestran una enorme resistencia a disminuir.
Según Alan Peacock y Jack Wiseman, se trata del efecto trinquete, en alusión a esas piezas de maquinaria que se mueven con soltura en una dirección pero se bloquean al moverse en la contraria.
En las épocas de recaudación muy elevada, los políticos expanden alegremente las estructuras administrativas, convierten los ingresos excepcionales en gastos permanentes, añadiendo más personal, nuevas estructuras y organismos, que difícilmente desaparecerán cuando llegan las vacas flacas.
Es fácil incrementar el dispendio, pero no tan sencillo reducirlo.
En casos de necesidad, los políticos recortarán el gasto, pero siempre en una cuantía inferior a aquella en que lo incrementaron cuando pudieron. Por ello, los servicios no mejoran pero los presupuestos siempre crecen a largo plazo.
El humor negro de la DGT
El efecto trinquete explica muy bien el comportamiento de las autoridades que tienen competencia sobre el tráfico de vehículos.
Una vez la gente ha escarmentado y se vuelve mucho más respetuosa con las normas, el burócrata compensa la menor recaudación con nuevas argucias, por ejemplo, añadiendo nuevas señales, haciendo que las velocidades máximas permitidas varíen con mayor frecuencia, incluso en trayectos muy cortos.
Induce así a que se produzca el error humano.
Ya no será la reprobable imprudencia sino el inevitable despiste lo que servirá para recaudar más.
Se sembrarán las carreteras y vías públicas de radares y surcarán el cielo sofisticados helicópteros capaces de detectar la más mínima “negligencia”; se impondrán límites de velocidad absurdos, restricciones de todo tipo.
En muchas ciudades, por ejemplo, hoy cambiar simplemente de un carril a otro, puede suponer duplicar la velocidad permitida si antes de la maniobra el conductor no frena bruscamente.
Si el conductor manipula la radio, se hurga la nariz, gira la cabeza para hablar con el copiloto, aparta la mano del volante para rascarse ciertas partes, o realiza cualquier otra acción susceptible de ser tildada de” imprudencia” … multa instantánea.
Pero la sociedad no puede permitir que políticos y burócratas utilicen la legislación para abusar, para perseguir objetivos interesados, en absoluto bondadosos.
Así, una regulación cada vez más compleja, arbitraria, retorcida, llena de excepciones –de trampas– es un cepo que atrapará prácticamente a todo el mundo.
Pocos se librarán de la sanción pues el objetivo no es ya promover la seguridad sino mantener a toda costa la recaudación, ese volumen de presupuesto al que los dirigentes políticos se han vuelto adictos.
El círculo vicioso se cierra destinando millones de euros a campañas publicitarias para que los medios de información manipulen a la opinión pública, difundiendo de manera entusiasta las falacias oficiales que criminalizan al sufrido automovilista.
¿Es necesario recordar que la democracia funciona cuando la prensa actúa como contrapeso del Poder, no como su correa de transmisión?
Mientras en España las diferentes Administraciones Públicas limitan el uso de helicópteros sanitarios para asistencia a víctimas de accidentes por el elevado coste por hora de vuelo, los helicópteros equipados con el sistema de radar Pegasus operan sin restricción (5.100 horas de vuelo en 2013), sancionando a un vehículo cada tres minutos.
Si lo primordial fuera la seguridad, el esfuerzo sería el inverso.
Se reduciría así el tiempo medio de espera desde que se produce el accidente en carretera hasta que llegan los servicios de emergencia, que en España oscila entre 25 y 38 minutos.
Reducirlo a 15 minutos, como es preceptivo el Alemania, implicaría un descenso de hasta un tercio en la mortalidad.
Por si esto no fuera suficiente, hay más de 200.000 señales de tráfico cuyas láminas reflectantes están caducadas, 20.000 kilómetros de trazado que necesitan ser repintados urgentemente y miles de desperfectos en los pavimentos (grietas, agujeros y badenes)… todo esto representa una amenaza mayor para la seguridad que los mitificados excesos de velocidad, pero, claro, “combatirlo” no genera ingresos adicionales.
En resumen, a pesar de que en España, la Administración recauda 25.000 millones de euros anuales del sector del automóvil, destina sólo 2.800 millones a garantizar la seguridad de las carreteras. El resto, tal como apuntaba Niskanen, se pierde en una insaciable y creciente burocracia.
Sólo existe una solución. El sistema constitucional debe establecer reglas claras, mecanismos eficaces de control y contrapeso para contener tal desafuero y arbitrariedad.
Para evitar que políticos y burócratas se sirvan a sí mismos, no a la sociedad. Para impedir que abusen de todos nosotros, en definitiva, que apliquen el “trinquete”, con la excusa de que … velan por nuestra seguridad.
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