Por Guadi Calvo.
Cuando el 14 de febrero de 1945, en aguas del canal de Suez durante su retorno de la conferencia de Yalta, el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt se entrevista en el crucero USS Quincy con el rey saudita Abdelaziz bin Abderramán al-Saud, se sella una de las alianzas más fructíferas que han tenido los Estados Unidos hasta estos tiempos.
La ecuación “Petrolero por Protección” funcionó como una prefecta pieza de relojería y le permitió a la familia reinante dedicarse a cuestiones más interesante que la de gobernar, al tiempo que la Standard Oil, dueña de la prospección de yacimientos petrolíferos en los territorios que controlaba la tribu de los Saud, abastecería por décadas las necesidades que Estados Unidos tuvo para asumirse como la gran potencia mundial que hoy conocemos.
El reconocimiento de Washington legitimó a Abdelaziz, que hasta entonces era uno más de los reyezuelos que pugnaban por el control de la Península Arábiga, una región tan paupérrima como yerma en los arrabales de la política internacional hasta que se supo de su mar de petróleo.
En el trascurso de esta alianza se han vivido infinitos momentos de zozobra: el inicio de la Guerra Fría, la creación del Estado de Israel en 1948, la guerra de Suez (1956), el surgimiento de líderes nacionalistas árabes como Gamal Abdel Nasser, Yasser Arafat, Hafez al-Assad o Mohamed Gadaffi, las sucesivas guerras de Israel contra el pueblo palestino o las invasiones sionistas a Líbano, el surgimiento del Irán revolucionario, la guerra Irak-Irán, la guerra afgana, la aparición del terrorismo wahabita, el 11 de septiembre, las invasiones a Afganistán e Irak, la primavera árabe, las guerras en Libia y en Siria, la guerra civil en Irak y la expansión a nivel global de grupos como al-Qaeda y Estado Islámico.
Nada de todo lo mencionado alcanzó para quebrar la alianza Washington-Riad, ni para evitar que Arabia Saudita, acompañado del restos de las petro-monarquías del Golfo (Kuwait, Emiratos Árabes, Qatar, Omán y Bahréin) fungieran como paraguas protector de Israel a la hora de boicotear cualquier alianza árabe en su contra.
Los sauditas han acompañado a los Estados Unidos más allá de sus propios límites regionales: la guerra contra el sandinismo, el negociado Irán-Contras, atentados en Europa como el de la estación de Bologna en agosto de 1980 -que dejó 85 muertos- y lo mucho que se tendrá que explicar todavía de la relación CIA-Arabia Saudita en el ataque a las Torres de Nueva York, lo que hasta hoy y con todos los indicios que existen Washington parecer no reparar en el “detalle”.
A cambió de esto, existe el extorsivo juego del precio del petróleo según las necesidades de los Estados Unidos y las monumentales compras de armamentos por parte de Riad a los Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Alemania.
No solo Washington, sino también Europa ha tolerado que la monarquía saudita viva con un pie en el siglo XII, donde su pueblo está sumergido a las prácticas más aberrantes del autoritarismo que se puede concebir: explotación, falta de derechos ciudadanos, libertad de expresión, protesta o huelga.
Donde la justicia queda reducida al capricho del rey, con pena de muerte incluida, y las mujeres carecen de toda consideración; mientras que otro pie están en el XXI, donde todos los avances tecnológicos y el lujo más ofensivo están al alcance de la familia real y su corte.
Ahora existe un impensado elemento por el que Estados Unidos podría librar a su suerte al reino saudí: la autonomía energética.
En ese sentido habría que leer los recientes acercamiento entre Washington y Teherán, no solo el archienemigo regional de los saudí desde el punto de vista económico y geoestratégico sino, y de una importancia capital, desde el punto de vista religioso que se extiende tras la batalla de Kerbala en el año 680, donde prácticamente el sunnismo y el chiismo quedarán enfrentados para siempre.
Washington ya no depende del petróleo de Oriente Próximo y esta liberación le permite quitarse el lastre vergonzoso que significa la familia Saud.
El fracking ha permitido a Estados Unidos reestructurar su estrategia y redefinir sus intereses en la región, aunque se tiene que ser sumamente cuidadoso para garantizar la sobrevida de Israel.
Se estima que para 2020, será los Estados Unidos el mayor productor a escala mundial de crudo, lo que terminará de disolver lo pactado a bordo de USS Quincy por Roosevelt y Abdelaziz.
Abandonados en el desierto
Sin su gran aliado, Arabia Saudita quedará prisionera de su propia inoperancia y con serio riesgo de que su monolítica construcción se derrumbe con poco esfuerzo. Ya ha demostrado en Yemen su incapacidad militar.
Arabia Saudita inició una guerra armada con el material más costoso y avanzado del mundo hace ya catorce meses y más allá de los 10 mil muertos, los tres millones de desplazado y pese a que ha puesto al 85% de la población yemení al borde de la catástrofe humanitaria, no ha podido doblegar a poco más de una guerrilla bien articulada como es Ansar Allah, o Houtíes, la organización armada chií, que también debe vérsela con al-Qaeda para la península arábiga y sigue resistiendo.
A pesar de que Arabia Saudita junto con Rusia tienen los ejércitos más poderosos en la región, no ha podido quebrar la férrea resistencia houtie y, como Estados Unidos en Vietnam o la Unión Soviética en Afganistán, cada vez le es más difícil salir del pantano donde se ha metido.
Por otra parte, su gran rival en la región Irán, a pesar de que no cuenta con el mismo poder militar, tiene no solo producción propia de armas, sino un ejército perfectamente entrenado y con la suficiente mística y experiencia práctica como para no temblar frente a nadie, mucho menos frente a los Saud.
El ejército saudita solo ha sido preparado más para la represión interna y bien lo está demostrando en Yemen.
Con las especulaciones financieras y sus jugarretas con el precio del petróleo, el actual rey Salman ha construido una cuerda de donde pueden terminar colgada toda la casa real.
La pérdida de poder adquisitivo de los sectores medios sauditas, más el malestar por la guerra y la falta de libertades, podría hacer colapsar al reino de una manera más rápida y violenta que lo ha hecho la dictadura egipcia de Hosni Mubarak.
La alianza de más de 70 años entre Washington y Riad parece estar en uno de sus peores momentos. Barack Obama pretende desmarcarse de esta alianza y se animó a llamar a las petro monarquías free riders(oportunistas) y aconsejó a los sauditas abrirse a Irán.
Por otra parte, el senado norteamericano acaba de aprobar por unanimidad una ley que permitiría a los ciudadanos estadounidenses demandar al gobierno de Arabia Saudita por los ataques del 11 de septiembre de 2001, sobre la base de que la mayoría de los atacantes eran ciudadanos sauditas.
La trágica dinastía saudí, que ha abusado hasta el paroxismo de su pueblo y las riquezas de su subsuelo, y en lo social aplica la versión más oscura del Islam el wahabismo, de donde abrevan también grupos como al-Qaeda y Estado Islámico, procuró gestar un sistema social ultraconservador, hostil a toda innovación, al tiempo que la familia reinate se permite todos los “vicios” occidentales.
Arabia Saudí se fundó como una dictadura teocrática en la que la sharía o ley islámica se une a las necesidades represoras del Estado.
La Mutaween o comité para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio en definitiva es una policía religiosa que tiene carta blanca para castigar o encarcelar a cualquiera que se considere estar faltando algún precepto del Islam, lo que admite infinitas arbitrariedades.
La minoría chiita -el 15 % de la población- dentro del reino es absolutamente marginada sin derechos y permanentemente perseguidos.
La mayoría de los chiíes se asientan en las provincias del sur donde se encuentran los grandes yacimientos, lo que no deja de ser un punto de fricción cada vez más peligroso, si le sumamos que la guerra en Yemen está a pocos kilómetros
Las protestas sangrientas por la ejecución del clérigo shii Nimr Baqr al-Nimr en la localidad de Qatif, en enero último, han sido una prueba más de que el reino agoniza y si no cambia, muere.
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