Alemania, de país dividido a la hegemonía europea
Parece obvio decir actualmente que Alemania es una potencia económica y un poder político indiscutible en Europa, pero hace no muchos años, el país germano atravesó una dura crisis económica. Para atajarla, tomó drásticas medidas sociales y remodeló en profundidad su modelo económico.
Las consecuencias de aquellas reformas y sobre todo, la firme creencia en que aquellas recetas aplicadas entonces son válidas hoy día, son una pieza fundamental de la crisis que vive actualmente una buena parte de la comunidad europea.
En los primeros años de la recesión, los dictados alemanes fueron acatados sin apenas oposición; en el séptimo año de crisis, la mayoría de países, especialmente de la periferia europea, así como instituciones como el Banco Central Europeo, cada vez son más escépticos respecto a las medidas que Alemania obliga al resto de socios a tomar.
Sin embargo, las dinámicas económicas y políticas del continente han llegado a un punto en que los intereses de Alemania y del resto son casi opuestos.
Si Alemania consigue seguir imponiendo su criterio, continuará dominando en solitario en Europa; si la situación se revierte, se podría volver a un plano más equilibrado en el que los germanos no tendrían tanta capacidad para despuntar.
Alemania unida de nuevo
A finales de los años ochenta del siglo pasado, la Unión Soviética comenzó a desarrollar una política aperturista en el plano político y económico.
Irremediablemente, este nuevo rumbo tuvo repercusiones para los estados de Europa del Este que se encontraban en la órbita del gigante comunista.
La época del intervencionismo en dichos estados por las tropas del Pacto de Varsovia llegaba a su fin, por lo que estos países satélite obtuvieron mayor autonomía, especialmente política. En la República Democrática Alemana (RDA), informalmente conocida como Alemania del Este, estos sucesos tuvieron fuertes repercusiones.
Al mismo ritmo que desde Moscú se aflojaba la presión sobre estos regímenes, las reclamaciones de la sociedad civil para obtener mayores libertades políticas aumentaban.
Además, a estas demandas se le sumaban los deseos de poder cruzar a la Europa Occidental, ya que las fronteras hasta entonces tenían una permeabilidad bastante reducida. Para el caso de la RDA, el problema era doble; no sólo estaba la frontera con la Alemania Occidental, sino que en Berlín también había otra frontera, la que separaba los sectores oriental y occidental, personalizada en el conocido Muro de Berlín.
En 1989 la situación de agitación política era ya considerable.
La renuncia soviética a intervenir en sus estados satélites había debilitado profundamente a estos, que se veían especialmente inermes ante las reclamaciones populares.
La única salida del régimen germano-oriental era intentar legitimarse de alguna manera, como ganar con solvencia en las elecciones municipales en mayo de ese año, cosa que el Partido Socialista Unificado de Alemania (PSUA) consiguió con un 98,8% de los votos.
Sin embargo, las elecciones estaban amañadas, por lo que como era de esperar, la maniobra tuvo el efecto contrario: dar motivos a aquellos que querían libertades políticas y movilizar a gran parte de la sociedad.
Otro gran factor que espoleó a la población oriental fue la cuestión fronteriza.
Ese mismo mes de mayo, Hungría, país también comunista, había abierto su frontera con Austria, país del bloque occidental.
Esta apertura fue utilizada por miles de germano-orientales para llegar a la Alemania Occidental mediante el trayecto RDA-Checoslovaquia-Hungría-Austria-República Federal Alemana (RFA).
Sin embargo, a principios del mes de octubre, el gobierno de la RDA decide cerrar la frontera entre Alemania y Checoslovaquia para impedir el éxodo que se estaba produciendo.
En base a estos motivos, la cifra de manifestantes en las principales ciudades de la RDA fue aumentando, por lo que el PSUA decidió destituir al presidente Honecker el 18 de octubre, siendo reemplazado por Egon Krenz. En un intento por calmar los ánimos, se decide reabrir la frontera checo-germana el día 1 de noviembre.
Apenas una semana después, el día 9, llegaría la solución a gran parte de la crisis política, aunque fuese de una forma un tanto caótica e improvisada.
Toda la cúpula del PSUA ha trabajado contrarreloj para permitir cierta flexibilidad en los viajes hacia la RFA, ya que Checoslovaquia quería ahora cerrar la frontera puesto que no dejaban de entrar ciudadanos de la RDA en su territorio.
Sin embargo, entre las prisas y el caos burocrático, aprueban un documento que no contienen lo que ellos creen que contiene respecto a la apertura de fronteras. Krenz pretende dar salida a quienes no quieran vivir en la RDA sin posibilidad de volver, pero acaban aprobando la libertad de traspasar la frontera ida y vuelta sin apenas requisitos.
El encargado de culminar esta serie de imprecisiones y nerviosismo político será Günter Schabowski, miembro del Politburó del PSUA y encargado de las relaciones con los medios de comunicación. Es el enlace entre el partido y los medios extranjeros y esa misma tarde comparece para relatar las decisiones tomadas el mismo día respecto al tema fronterizo.
Schabowski, como todos los miembros del Politburó, tiene poca idea de qué es lo que han aprobado y menos aún de lo que le va a contar a la prensa.
“Hemos decidido hoy implementar una regulación que permite a cualquier ciudadano de la RDA abandonar la RDA a través de cualquiera de los pasos fronterizos”, explica. Visiblemente nervioso, al portavoz alemán le llueven las preguntas de los periodistas en una sala de prensa abarrotada.
“La salida permanente es posible a través de los puestos fronterizos entre la RDA y la RFA…”, prosigue, aunque no aclara gran cosa respecto a con qué documentos se podrá o no salir y entrar del país. Sobreentiende que con pasaportes, pero es incapaz de precisar más. “¿Cuándo entra esta medida en vigor?”, le preguntan.
Schabowski tiene que ojear sus papeles para encontrar una respuesta. Se le nota confuso, como si estuviese vendido ante los micrófonos y las cámaras. “Esto entra en efecto, según mi información, inmediatamente, sin más demora”.
El revuelo formado en la sala es inmediato. Las fronteras de la RDA se abrían. El Muro de Berlín perdía, con una sola frase, el sentido de sus veintiocho años de vida.
MÁS INFORMACIÓN: Descripción detallada de aquel 9 de noviembre
Los informativos del mundo occidental abrían con la noticia de la apertura de fronteras; en la RDA eso no era necesario, las palabras de Schabowski habían sido retransmitidas en directo. En las horas siguientes, cada vez más ciudadanos de la RDA se empiezan a congregar en los puestos fronterizos, especialmente en los berlineses.
Miles de personas, amén de colas interminables de coches, quieren cruzar al Berlín Occidental, mientras en los puestos fronterizos reina la confusión y la tensión.
Finalmente, y ante la ausencia de órdenes contrarias, los puestos fronterizos suben sus barreras y miles de personas cruzan al Berlín que llevaba décadas prohibido para ellos – salvo visado especial o huida –. Aquel 9 de noviembre sería el principio del fin de la RDA y el inicio del proceso que culminaría con la reunificación de Alemania.
¿Unificación o asimilación?
Tras la apertura de fronteras por parte de la RDA, en el sector occidental se pusieron rápidamente a trabajar para crear un programa que permitiese la incorporación de la RDA en la RFA intentando, en la medida de lo posible, que esa reunión no desestabilizase a ninguna de las dos zonas ni a la futura Alemania unificada. En julio de 1990 se empezarían a aplicar las primeras medidas de integración a nivel económico, social y laboral, lo que permitió que el 3 de octubre de ese mismo año Alemania quedase oficialmente reunificada.
Sin embargo, no todo fue tan fácil de conectar. Económicamente eran dos sistemas opuestos.
El occidental, capitalista, basado en industria altamente competitiva, alto I+D y con unas prestaciones sociales considerables; el oriental, improductivo – el absentismo laboral era elevadísimo en la RDA –, con un sistema industrial en plena reconversión pero incapaz de ser competitivo, dependiente de la URSS y sin apenas inversión en las empresas, lo que imposibilitaba que se renovasen.
Socialmente, las diferencias también eran considerables.
Un par de generaciones sólo conocían la Alemania dividida y en cuestiones políticas y sociales estaban en mundos separados.
Las libertades políticas, individuales o colectivas, eran muy diferentes; la idiosincrasia de la sociedad, en gran medida condicionada al modelo económico existente en cada parte de Alemania, también condicionó la reunificación, especialmente para los habitantes del este.
Habituados a una economía planificada, integrarse en una economía plenamente de mercado marcó profundamente a los ex-habitantes de la RDA en los primeros momentos. Y es que todo ocurrió en cuestión de meses, acorde, aunque de una manera menos inocente, a Goodbye Lenin.
Al levantar el velo que la RDA tenía sobre su economía, en la nueva Alemania se percataron del reto que iba a ser ligar los dos sistemas.
A pesar de que se llegó al acuerdo de que salarios y prestaciones de los ciudadanos de la RDA se convertirían en un ratio 1:1 al cambio con el marco alemán occidental, la situación distaba de ser óptima.
Las empresas del este se estimaban en que eran un tercio de competitivas que las del oeste, lo que a nivel de consumo interno y exportación les dejaba sin ninguna posibilidad de subsistencia; igualmente, los sueldos eran, por término medio, la mitad en la RDA que en la RFA.
El siguiente problema a abordar vino con la Treuhandastalt, la agencia fiduciaria que el legislativo alemán creó para gestionar las miles de empresas públicas que había en la RDA en el momento de la reunificación.
Al incorporase a la Alemania unida, se acordó que el este del país se adhería a una economía de mercado y bajo las reglas económicas vigentes en la RFA. Como es lógico, la economía de la ya difunta RDA distaba mucho de funcionar bajo los principios capitalistas que había en la República Federal.
Así, esta agencia tenía como misión administrar las empresas públicas de la RDA para adecuarlas a un sistema de mercado. En los cuatro años que esta agencia mantuvo su actividad, gestionó cerca de 23.000 empresas.
De ellas, unas 3700 cerraron, 4300 fueron adquiridas por empresarios de la Alemania Oriental y 15.000 empresas fueron privatizadas. Sin embargo, las consecuencias laborales de esta política fueron desastrosas para la economía y el empleo en la RDA. Muchas empresas privatizadas, especialmente las más grandes, fueron adquiridas a un precio módico por empresas del occidente alemán, que simplemente las compraron para liquidarlas posteriormente y así deshacerse de rivales potenciales.
Por tanto, a las empresas que cerraron por su incapacidad para competir se le sumaron las empresas que tuvieron que reestructurarse – vía reducción de plantilla – y las compradas pero luego cerradas.
Así, del pleno empleo que existía en la Alemania Oriental en los años previos a la reunificación se pasó a un 30% de desempleo en los años siguientes.
La actividad económica se fue parando en Alemania. La aportación económica del Este estaba muy lejos de la media necesaria para mantener estable el sistema alemán.
Aunque se redujeron las empresas y aumentó el paro, en los primeros años se intentó compensar con fuertes inversiones públicas, subvenciones para la actividad económica y manteniendo las prestaciones sociales, y aunque poco a poco las zonas integradas en Alemania empezaron a despegar, la actividad económica en la zona occidental se fue ralentizando como consecuencia de los enormes esfuerzos que el país había puesto en reflotar a la desaparecida RDA.
Durante los años noventa y hasta los primeros años del siglo XXI, la inversión se estancó e incluso llegó a bajar ligeramente; el gasto social, que derivó en endeudamiento, se disparó y el crecimiento económico pasó de cifras que rondaban el 4% anual en los años anteriores a la reunificación a cifras anémicas que no llegaban al 2%.
Incluso el país llegó a decrecer un 1% en 1993, lo que evidenció el gigantesco escalón que le supondría a Alemania superar las diferencias entre el este y el oeste.
Schröder y la Agenda 2010
Cuando el socialdemócrata Gerhard Schröder sustituye a Helmut Kohl como Canciller de Alemania con el apoyo de Los Verdes tras las elecciones de 1998, la situación económica y social en el país no es demasiado boyante.
El crecimiento económico sigue bajo, la inversión en el país se mantiene en niveles poco deseables y cada vez mayores cantidades de capital se van del país.
Para colmo, el desempleo no deja de aumentar motivado en gran medida por la estructura impositiva, que encarece la contratación.
A pesar de la entrada en circulación del Euro en 2002, la economía germana no mejoró. Solamente la inflación se estabilizó en niveles bajos, lo que para los alemanes fue un alivio, aunque insuficiente para la vorágine que estaban atravesando.
Por un lado, la sociedad demandaba mejoras en la situación laboral y económica; por el otro, la patronal germana quería mayores facilidades para contratar al mismo tiempo que reducir el poder de los sindicatos, actores con un enorme peso en el país por aquel entonces. Desde el exterior, los socios europeos se mostraban preocupados, ya que las exportaciones alemanas eran una parte considerable de la economía comunitaria.
Tampoco el tiempo era un aliado de Schröder, que observaba con las salidas de capital cómo la deslocalización empezaba a afectar considerablemente al país.
Así, en 2003, el canciller alemán presenta el programa Agenda 2010, un compendio de medidas económicas, sociales y laborales con el que pretende reactivar la economía alemana mediante dos vías: devaluación interna del país y ganar en competitividad internacional.
Schröder no disimuló demasiado en las medidas que estas tenían un fuerte componente de desregulación y que las altas esferas del empresariado alemán habían ejercido notable presión en su elaboración. Aunque no se puede discutir que los objetivos que se buscaban con la Agenda 2010 se cumplieron, el precio que los alemanes han tenido que pagar ha sido altísimo, además de haber condicionado a largo plazo la economía de toda la Eurozona.
El primer gran bloque de medidas fueron las sociolaborales, reflejadas en las cuatro leyes Hartz (I, II, III y IV).
En ellas se fomentó el trabajo temporal; el establecimiento de los conocidos minijobs, empleos que no llegan a los 450€ al mes y a las 20 horas de trabajo, exentos de pagar contribuciones sociales; se permitió que las empresas flexibilizaran la jornada laboral si no había despidos, cosa que aprovecharon para flexibilizar en la misma medida los sueldos; las pensiones se congelaron y la edad para jubilarse anticipadamente subió de los 60 a los 63 años; el subsidio de paro fue reducido de dos años y medio a un año y, en caso de convertirse en parado de larga duración, se le otorgaba una ayuda mínima de subsistencia que estaba condicionada a que aceptase casi cualquier tipo de trabajo para el que se le requiriese, aun con un sueldo irrisorio.
También se retocó parte de la estructura fiscal, en la que el Impuesto de Sociedades – el que pagan las empresas en base a los beneficios obtenidos – pasó de un 25% a un 19%.
Además, con la intención de seguir aligerando el gasto público, se creó un sistema sanitario dual, en el que aquellos alemanes con suficiente poder adquisitivo costean el médico, mientras que los trabajadores o ciudadanos germanos con menos ingresos vieron cómo los servicios sanitarios cubiertos por el sistema público se veían reducidos, e incluso algunos medicamentos entraron en la modalidad de copago.
Así, el amplio sistema de bienestar social alemán que había sido desarrollado en la posguerra saltaba por los aires.
Se estrenaba un sistema laboral basado en la precarización y la subsistencia. En 2013, la cuarta parte de los asalariados alemanes, es decir, ocho millones de trabajadores, realizaba este tipo de minitrabajos.
Y es que desde el año 2000, Alemania creó cuatro millones de empleos precarios mientras destruía dos millones de empleos estables. Comenzaba así la etapa de la dualización del mercado laboral – y casi por extensión de la economía – en Alemania.
Los empleos de alta cualificación o de un perfil muy concreto gozaban de altas prestaciones y sueldos bastante decentes mientras un sector cada vez mayor de la población se veía atrapado en empleos que apenas requerían cualificación, mal pagados y sin apenas derechos laborales.
Esta modalidad del minijob ha sido en gran medida la cruz de cada vez más jóvenes, inmigrantes, personas con bajo nivel de estudios, parados e incluso pensionistas que necesitaban reintegrarse al mercado de trabajo dado que su prestación no les daba para vivir.
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El plan de Alemania era ganar en competitividad bajando los costes para el empleador, no fomentando la obtención de beneficios realizando más ventas u optimizando costes en la producción que no fuesen por la vía del trabajador – en maquinaria o gasto energético, por ejemplo –.
Así consiguió Alemania que entre 1999 y 2007 el coste de la mano de obra apenas subiese – no llegó al 2% –, mientras que en la periferia europea esta cifra subió hasta el 30% y en Francia un 17%.
Solamente al ritmo de la inflación, en Alemania debería haber subido un 15%, lo que evidencia el gigantesco ajuste que se hizo en el país recortando gastos en mano de obra.
Este ajuste, sumado a la fortaleza del marco en sus últimos años de vida y del euro en sus primeros, fomentó que las empresas alemanas cada vez exportasen más y por más valor. El consumo interno apenas era pujante dado que los trabajadores alemanes habían perdido una enorme capacidad adquisitiva durante el gobierno de Schröder.
Así que el único sitio en el que se podía vender era en el exterior.
Y es que una de las singularidades, todavía presente, de la economía alemana es que su fortaleza económica se fundamenta en el sector industrial, no en el sector servicios.
Como ejemplo, la aportación de las exportaciones de bienes al PIB alemán era en 1999 del 47,8%, mientras que en 2007, el año anterior al inicio de la crisis, fue del 71,5%. Los servicios se mantuvieron estables en torno al 15%, lo que pone de manifiesto la efectividad que esta devaluación tuvo en la economía alemana, ya que permitió relanzar el crecimiento económico gracias al enorme aumento de las exportaciones.
Sin embargo, estas medidas de la Agenda 2010 condenaron a la pobreza a buena parte de la población, a la irrelevancia al mercado interno alemán y llevaron al país a una cuasi-burbuja de necesitar vender en el exterior cada vez más y más.
Si las exportaciones alemanas paraban de crecer, el país se hundiría al no haber capacidad interna de sustituir el mercado exterior.
En aquellos años no se tuvo en cuenta, pero tiempo después, alemanes y resto de europeos comprobarían cómo este nuevo modelo económico podía arrastrar a la ruina a todo el continente.
Políticamente, estas reformas fueron catastróficas para el SPD y para Schröder. La oposición a las medidas de la Agenda 2010 fueron considerables.
Hasta la OCDE advirtió a Alemania en 2005 que era el país de la OCDE en el que más había crecido la pobreza y la desigualdad salarial desde el inicio del milenio.
Tan cierto es el hecho de que el paquete de la Agenda significó la recuperación macroeconómica alemana como que fue la tumba de la socialdemocracia germana.
Era septiembre de 2005, el paro se situaba en el 11,1%, el crecimiento en un irrisorio 0,7% y las medidas de Schröder habían dejado el camino libre para que la democracia cristiana del CDU ganase las elecciones parlamentarias.
Su candidata, una alemana criada en la RDA llamada Angela Merkel.
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Una victoria en 2005 y sendas reelecciones en 2009 y 2013 han convertido a Angela Merkel en uno de los líderes europeos actuales más longevos en el cargo.
Al mérito de haber superado exitosamente tres citas electorales se le añade el hecho de que dos de ellas han sido durante una de las crisis económicas más profundas que Europa ha sufrido en décadas.
Sus inicios fueron agridulces. La situación de la economía alemana a su llegada al cargo en 2005 era mala, con un paro elevado y un bajo crecimiento.
Sin embargo, las expectativas sobre el futuro eran más favorables. Lo más difícil ya lo había hecho su antecesor Schröder con la Agenda 2010, un plan que Merkel reconoció como positivo para Alemania al llegar a la cancillería.
El país encontraría gracias a este plan su nuevo rumbo y su lugar dentro de la economía internacional, pero sus efectos se han demostrado una década después incompatibles con el desarrollo general tanto de la Eurozona como de la Unión Europea.
Y es que la cara del modelo germano es la cruz de muchos países comunitarios.
Comienza el desequilibrio
Uno de los logros de la Agenda 2010 había sido, desde el punto de vista macroeconómico y empresarial, la paulatina reducción de costes laborales dentro de las fronteras alemanas.
Cuando Merkel llega al poder esta tendencia continúa, y dado el apego que desde el partido democristiano CDU/CSU se le tenía a la hoja de ruta que el SPD había iniciado con la Agenda 2010, no iba a ser ella quien la detuviese.
El objetivo era sacar a Alemania del bajo crecimiento, así como reintegrar nuevamente a la economía productiva a los millones de parados que se habían ido generando desde la reunificación alemana; la manera, fomentando la exportación de bienes, especialmente a países de la zona euro, ya que gracias a la competitividad ganada en los últimos años mediante los ajustes laborales, las empresas alemanas habían mejorado enormemente su posición en el mercado internacional y sus productos tenían mejor salida.
Además, la medida era doblemente efectiva, ya que desde la entrada en circulación de la moneda única los países de la Eurozona habían perdido la herramienta monetaria para ganar en competitividad devaluando sus monedas.
Ahora decidía el Banco Central Europeo por todas.
Así, la estrategia de austeridad mas la ya plenamente integrada política de I+D en las empresas alemanas, permitió al país mantener un modelo basado principalmente en la industria tecnológica y de bienes de equipo altamente competitiva a la vez que aguantar el tirón de la deslocalización hacia Europa del este –Polonia, República Checa o Rumanía– y los productos más baratos de otras economías como China.
De hecho, entre los años 2003 y 2008, el mayor exportador global de bienes fue Alemania. A partir de ese año quedó superada por la potencia asiática y Estados Unidos, aunque de momento mantiene un liderazgo indiscutible en Europa.
La cuestión es que ese modelo de fomento de la exportación en detrimento del mercado interior fue creando año tras año mayores desequilibrios en las balanzas comerciales con otros países.
Desde la teoría, lo ideal es que los saldos comerciales entre países estén compensados y, en caso de que en algún momento haya desequilibrios, estos no se alarguen demasiado en el tiempo.
Sin embargo, el ejemplo alemán se aleja bastante del óptimo. Año tras año exportaba por mucho más valor de lo que importaba a pesar de comerciar prácticamente con los mismos tipos de artículos –aquí entra el valor añadido y la calidad de los productos alemanes–.
Así, los estados que no pudieron compensar sus desequilibrios con Alemania exportando la diferencia a terceros países, tuvieron que recurrir al endeudamiento para suplir ese desequilibrio y aunque durante la primera década del siglo XXI los países comunitarios, especialmente los de la periferia europea, tenían un endeudamiento público bajo, el privado empezó a aumentar a un ritmo considerable.
Cabe destacar además que salvo Alemania, pocos países de la Unión Europea tienen saldos comerciales positivos por una afección habitual en las economías desarrolladas: dificultad para vender sus productos en el exterior –a veces causado por la baja competitividad– y las masivas importaciones de materias primas o productos baratos de otros países.
Por tanto, y a pesar de que por aquellos años Alemania estuviese encantada con su situación comercial, estaba obligando a bastantes economías europeas a endeudarse para seguir comprando productos alemanes.
Miles de millones de euros iban agrandando año tras año un enorme agujero comercial que casi se tornaba en espiral ya que pocos países, por no decir ninguno, podían hacer el esfuerzo competitivo necesario para atajar su déficit con Alemania.
Sin embargo, entre el comienzo del nuevo milenio y el estallido de la crisis, Alemania era problema y también solución.
Gracias al euro, la libertad de movimiento de capitales –entre otras cosas–, el superávit comercial y los buenos resultados empresariales que los germanos cosechaban, los desequilibrios que otros países tenían con los teutones fueron financiados en gran medida por los bancos alemanes, además de empezar a invertir ingentes cantidades de dinero en la pujante periferia europea, caso de Irlanda, España o Grecia.
Así pues, todo quedaba en casa.
Las economías europeas podían seguir comprando masivamente a Alemania ya que esta dejaba pagarlo cómodamente a plazos, mientras que las cada vez mayores cantidades de capital que industrias y bancos germanos acumulaban buscaban destino con impaciencia al ser su país un mercado saturado y sin rentabilidad ninguna.
Miles de millones de euros alemanes fueron a parar al entonces boyante sector español de la construcción, a la Irlanda bautizada como “tigre celta” o a la Grecia renacida con los Juegos Olímpicos de Atenas en 2004.
Hasta 2008, todo aquello fue un aparente win-win sin fin. Sin embargo, la burbuja que la barra libre de financiación alemana y la adicción que esta había creado en buena parte de la Unión era considerable. Y ninguno estaba preparado para que la fiesta terminase.
Berlín, capital europea de facto
El eje París-Berlín ha sido fundamental dentro de la construcción europea. Incluso integrando otros núcleos de poder más periféricos como Londres, Roma o Madrid, la Unión tuvo durante algunas décadas una repartición de poder algo más descentralizada.
Sin embargo, la llegada de Merkel a la cancillería alemana ha puesto de relieve que Berlín ha de ser un centro, por no decir el centro, indiscutible.
El hábil juego de la política exterior alemana en los últimos tiempos ha sido enormemente fructífero para ellos y en gran medida también para la Unión.
Schröder tuvo que hilar fino con las relaciones transatlánticas, ya que aunque Alemania participó en la invasión de Afganistán en el marco de la lucha contra los talibanes, rehusó colaborar en la similar operación en Irak en 2003, lo que tambaleó sus relaciones con Estados Unidos y parte de los socios europeos.
Sin embargo, la entonces vocación pacifista del país se ha reconocido a largo plazo como positiva para Alemania, ya que evitó participar en el desastre que se ha convertido Irak y ahuyentó los fantasmas que podían quedar sobre el país germano respecto a su belicosidad.
Sin embargo, este desencuentro entre Berlín y Washington permitió a Alemania seguir fomentando su Ostpolitik. La expansión de la comunidad europea hacia el este en 2004 supuso un desplazamiento del centro de gravedad político de la Unión desde la zona atlántica hacia la región centroeuropea. Y de los beneficiados, además de los nuevos integrantes, Alemania era de los principales.
Ganaba países vecinos a su causa política, eliminaba trabas económicas y comerciales entre los nuevos adheridos y su país y sobre todo, aparecían nuevos territorios mucho más competitivos sobre los que deslocalizar parte de la producción industrial y de servicios alemana, que a su vez estaba geográficamente próxima a la propia Alemania.
Y eso sin contar con los crecientes flujos migratorios que acudían al país germano gracias a la libertad de movimiento de personas, algo que se traducía en mano de obra barata y cualificada.
En igual medida, y aquí viene uno de los grandes valores añadidos políticos de Alemania, es la sintonía entre Berlín y Moscú.
A pesar de la aparente enemistad que separa la Europa occidental de Rusia, la confianza existente entre Putin y en especial Merkel es absoluta.
Líderes pragmáticos y con un sentido de estado considerable, ambos presidentes han construido otro de los ejes vertebradores del continente, el nexo entre el oeste y el este europeo.
Aunque no es una relación que se airee demasiado, la importancia del gas y el petróleo ruso para el oeste, así como la maquinaria europea para el este son de vital importancia. Y ambos saben lo que se juegan.
Como dato, durante el año 2014 –especialmente duro en las relaciones UE-Rusia– Putin ha hablado por teléfono con Merkel en 35 ocasiones; con Obama sólo 10.
De puertas para adentro, Alemania también ha proyectado su poder sobre las estructuras comunitarias. Hasta la llegada de la crisis en 2008, sus mayores esfuerzos estaban encaminados a que desde el BCE se controlase la inflación –único objetivo de la institución– para mantener estables los precios y mantener así la competitividad.
Sin embargo, con el estallido de la crisis, su posición dominante se ha extendido a otras estructuras comunitarias dada la inacción de las instituciones comunitarias y descoordinación del resto de socios europeos, especialmente Francia.
Así pues, por voluntad propia u obligada por las circunstancias, Alemania se ha erigido como guardián de la construcción europea, faro del progreso y látigo de la díscola periferia comunitaria.
Una crisis y muchos dilemas
En términos generales, tanto en Alemania como en buena parte de Europa se tiene una visión sentimental y sesgada de los porqués de la crisis continental. Independientemente de que gran número de los alemanes crea que la periferia europea está de fiesta, no trabaja y sean vagos por naturaleza, el gobierno germano no se rige por esa visión.
No obstante, es una buena cortina de humo, como así demostraron los arrolladores resultados del CDU/CSU en las elecciones de 2013. Simplemente, lo que Alemania lleva haciendo desde 2008 es defender sus intereses en el sentido más amplio.
El desequilibrio generado por su agresiva política comercial ha llegado a ser tan grande y su facilidad crediticia ha sido tan alegre que ellos mismos han acabado siendo rehenes de su éxito. En este sentido, crearon tales interdependencias con tantos países europeos que han acabado encadenados al destino de estos, por lo que la caída de uno significa que Alemania puede ser arrastrada detrás.
Y aunque es evidente que los alemanes no quieren caer por culpa de otros, Europa tampoco se puede permitir que su locomotora económica se debilite.
El fin de fiesta de la periferia europea ha despertado del sueño a numerosas empresas de Alemania, especialmente sus bancos. Se han encontrado con miles de millones de euros comprometidos en dudosas y peligrosas inversiones –incluyendo deuda soberana– que pueden no retornar a manos alemanas, generando un dominó que afectaría igualmente y de manera grave a la economía germana.
Los rescates en Grecia, Irlanda, Portugal y España siguen esta lógica, apoyada por la necesidad del BCE de evitar que todo el entramado económico comunitario se hunda.
El interés alemán en estas operaciones es, en un primer momento, recuperar todo o gran parte del dinero invertido, algo difícil en países con unos niveles de endeudamiento público y privado tan altos.
Para ello, han recomendado encarecidamente seguir las recetas que ellos aplicaron cuando su situación era aparentemente la misma que la europea actual –bajo crecimiento y alto desempleo–: austeridad y devaluación interna.
Rescatar la Agenda 2010 y hacer una versión extendida de la misma. Bajo esta lógica, el adelgazamiento del gasto público estatal y promover medidas flexibilizadoras del mercado laboral permitirán la devaluación interna del país, que unida a la inyección de capitales procedente del BCE, debería servir para la recuperación de los países comunitarios en crisis.
Sin embargo, las recomendaciones alemanas están lejos de seguir el altruismo. Alemania necesita irremediablemente que los socios europeos se recuperen económicamente. Si bien es cierto que la UE no puede subsistir sin Alemania, lo es igualmente que la economía alemana necesita del resto de las europeas para seguir funcionando.
El persistente mensaje de austeridad y devaluación ha acabado calando en la troika europea –Comisión Europea, BCE y Fondo Monetario Internacional–. Para los dos primeros pesa más la influencia alemana en sus instituciones que la idoneidad de las medidas; para el FMI, imbuido desde hace décadas de una perspectiva neoliberal, se ajusta perfectamente a su visión.
Sin ser menos cierto que muchas economías europeas necesitan ganar en competitividad de cara al futuro, esto se está haciendo a base de destruir la demanda interna de los países al empobrecer a la población.
Alemania necesita que los socios europeos vuelvan a comprar sus exportaciones, pero estos no lo pueden hacer siguiendo las recetas alemanas, ya que se debilita su economía y su capacidad de compra. Además, en ese periplo devaluativo, al ganar en competitividad exterior, incluso pueden desplazar en el mercado a los productos alemanes.
Un terrible círculo donde no se tiene claro en qué punto está la salida.
Con el tiempo, la fe depositada en Alemania y su líder se desvanece.
Al descontento surgido en el sur europeo se le ha ido sumando la poca colaboración del presidente francés Hollande una vez sustituye a Sarkozy en el Elíseo –aunque no haya hecho de verdadero contrapoder– y en los últimos tiempos, el hartazgo del BCE de seguir recibiendo órdenes de Berlín y del Bundesbank.
Así, tarde, pero todavía a tiempo, el sector que exige en la UE una forma de hacer las cosas distinta “a la alemana” gana terreno, mientras que los germanos cada vez se ven más arrinconados y sin que sus planes de reordenar la economía europea y su construcción política hayan salido como tenían previsto.
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