A-. Robles/Reproducido.- Los caballeros confederados del general Lee habrán sentido pasar por sus corazones viejos, desengañados, muertos, el alentador soplo de la venganza. 
La catástrofe, que comenzó el 9 de abril de 1865, en el juzgado de Appomattox, Virginia, por la escasa solidaridad del hombre blanco para consigo mismo, acaba de consumarse con eso que en el mus se llama la muerte dulce. 
Dulce o no, la derrota es la muerte. 
Con ejemplar cinismo se habla hoy del triunfo de la democracia en Estados Unidos, se supone que alzando una barricada defensiva del crédito de su liderazgo mundial en la extinguida confianza en quienes solo aspiran a vivir de la teta del Estado.
Nunca un pueblo, al parecer, rozó con mayor velocidad el cenit y el ocaso de su glorioso poderío. 
En 1945, Estados Unidos era un nombre tan resonante en la historia del mundo como aquel legendario del Imperio Romano. 
Casi 75 años después, la púrpura se encierra con siete llaves en el baúl de la abuelita y se habla de qué hacer con los millones de subvencionados que dieron la victoria a Obama hace ocho años con tal de que no saliera el candidato blanco. 
Me atrevo a suponer que las próximas elecciones norteamericanas van a suponer un antes y un después en la invalidez de los sistemas electorales. 
Es imposible que una sociedad pueda seguir creciendo si sus mejores se hallan a expensas de lo que decidan los más ineficientes, los más improductivos, los más desarraigados y los más incapacitados para nada que sea grande.
Los procesos electorales hasta ahora conocidos pierden su razón de ser cuando el elector prima con su voto el mantenimiento de las peores taras que laminan el desarrollo económico y moral de una sociedad.
La demografía es terca y no alcanzo a vislumbrar otra salida para la población blanca norteamericana que su propia autodeterminación, sin lacras parasitarias ni retórica buenista a su alrededor, aunque eso suponga darle la razón a Orval Faubus, el ex gobernador de Arkansas que en 1957 ya nos advirtió de la adulteración de la democracia estadounidense fruto del resentimiento racial de sus minorías étnicas.
Será en esta crisis de adversidad, ganada a pulso desde que Roosvelt y sus acólitos se entregaron a la orgía de la fe en Stalin y el marxismo cultural, donde el viejo cow-boy reencuentre el pulso, el estilo y la ambición. 
Y malo será para todos si no da con el resorte vital que le permita recobrarse, porque se quiera o no, asesinado entre ideológicos de ambos lados del Atlántico, no será Europa -pequeño y disperso retrete multiculturalista- quien conduzca a América hacia el nuevo orden.
Los norteamericanos que hicieron grande a esa nación deberán espabilar en esta crisis. 
En juego, nada menos que la supervivencia de una civilización que no la hicieron los afroamericanos, ni los asiáticos, ni los LGTB, ni los llegados desde el sur de Río Grande, ni los lobbis sionistas. 
La América hecha a sí mismo en las antípodas de la ‘harlemizada’ sociedad progre norteamericana. El Mayflower de frente a la nave mundialista. El general Lee contra Malcolm X. El country frente al rap. Mark Twain versus Michael Moore. David Duke en pugna con George Soros. El Medio Oeste salpicado de iglesias en contraste con Wall Street salpicado de logias. La Cruz sureña en el anverso de la bandera del arcoíris. La Biblia frente al vacío.
Los términos en los que se ha estado basando los criterios de selección en Estados Unidos han sido invertidos deliberadamente de unos años para acá. 
De Hillary Clinton se han descubierto muchas cosas que habrían hecho estremecer a un elector norteamericano medio hasta hace sólo unos años. 
La intransigencia contra quien ose describir una parte de la tramoya que envuelve a este personaje responde posiblemente más al reflejo de los millones de nuevos americanos provenientes de sociedades moralmente desestructuradas que a una inquietud real sobre la estabilidad política de Estados Unidos. 
La revelación de cualquier ‘agujero negro’ en la biografía de Clinton se ha camuflado con las desabridas astracanadas verbales de su oponente, sobre todo aquí en Europa. 
Ya se sabe, el nuevo orden moral.
Sé que en este Occidente tan globalizado y al mismo tiempo tan encorsetado en el pensamiento único, este opinador tendría más predicamento si postulara por embalsamar y trasladar al museo de cera a Trump, a todos los Trump que han hecho de Estados Unidos el modelo que todos imitan. Hasta Halloween.
El azucarado sueño de Thomas Jeffeson y de George Mason se diluye hoy en las procelosas aguas de una América que se lumpeniza día a día, que reduce sus sueños del pasado a un desfile orgiástico por las calles de San Francisco, que concede más derechos a los homosexuales que a las familias tradicionales, que permite portar armas en las mismas escuelas donde se prohíbe rezar a los alumnos, que anestesia la independencia y la libertad de sus dirigentes con el cloroformo del patrocinio económico del verdadero poder en la sombra. 
No es extraño que, frente al actual panorama, hasta el líder de Filipinas les haya perdido el respeto.
Históricamente las falsedades han sido mucho más fecundas para la ciudadanía que las verdades. 
Y la mayor de las mentiras fue considerar como la gran esperanza mundial, hace ocho años, a un demagogo sin ninguna musculatura intelectual, cuyos ocho años en la Casa Blanca se saldan sin una sóla propuesta digna de mención, con la puesta en marcha de innumerables proyectos de ingeniería social que han perseguido el vaciamiento espiritual de la que hasta hace poco era la nación más espiritual de Occidente, apoyado por los ‘lobbis’ menos recomendables de Estados Unidos y con más trampas en su biografía que la cara de Belén Esteban.
En esta hora definitiva, yo apuesto por Donald Trump, la gran “esperanza blanca” del Occidente cristiano contra el nuevo orden global, que nos está arrastrando al empobrecimiento y a la decadencia moral.