Es la mayor batalla por una patente en décadas.
La técnica de edición de genoma CRISPR, la tijera molecular que permite reescribir a voluntad el mensaje de la vida, es una mina de oro. Y no es ciencia todo lo que reluce.
Esta innovación que ha revolucionado los laboratorios biotecnológicos de medio mundo tiene un volumen de mercado estimado de más de 46.000 millones de dólares solo en medicina.
Dos de las mayores instituciones de investigación científica del mundo se disputan su autoría. Llevan cinco años de combate legal y las espadas aún no están enfundadas.
El verano de 2012 el pequeño equipo de la química Jennifer Doudna, de la Universidad California en Berkeley, y la microbióloga Emmanuelle Charpentier, en ese momento en la Universidad de Viena, publicaban el gran avance en la revista Science.
Habían diseñado un nuevo método de edición genómica, la herramienta CRISPR-Cas9, que marcaría un antes y un después en la investigación biotecnológica.
Con ella es posible manejar el ADN para modificar los genes, introducir o corregir mutaciones con una rapidez y versatilidad inigualable por las técnicas tradicionales.
Poco antes de publicar el disruptivo estudio, Berkeley hizo una solicitud provisional de la patente de su invento a la Oficina de Patentes y Marcas de Estados Unidos (USPTO).
En una jugada maestra, siete meses más tarde, en la costa este del país, el neurocientífico chino Feng Zhang, del Instituto Broad, vinculado a la Universidad de Harvard y al Instituto de Tecnología de Massachussets (MIT), presentaba una solicitud de patente de la misma técnica CRISPR adaptada para su uso específico en células con núcleo, es decir, de mamíferos, como los humanos, abriendo la posibilidad de investigar con agilidad curas para enfermedades de origen genético.
En abril de 2014, la USPTO concedió la patente al Broad. A día de hoy la Universidad de California sigue a la espera de que atiendan su solicitud.
Mientras Charpenter proponía establecer alianzas entre los pocos grupos destacados de investigación en CRISPR en aquel entonces (hoy se han multiplicado como roedores) y crear juntos una compañía, el Broad llevaba tiempo gestionando en la sombra el giro inesperado. Había iniciado los trámites también antes de publicar su estudio, en enero de 2013, en el que demostraba que con CRISPR se podía editar el ADN en células eucariotas. Poco tiempo después la misma Doudna publicaba sus resultados en este mismo tipo de células. El cielo parecía tranquilo, pero la bomba estaba al caer.
“Se lo jugaron al todo o nada y ganaron”, describe Lluis Montoliu, científico del Centro Nacional de Biotecnología, que utiliza CRISPR en sus investigaciones sobre albinismo.
“A pesar de presentar su solicitud después que Berkeley, fue evaluada antes. Utilizaron una vía rápida. Pagas más y revisan tu solicitud muy rápido. Eso sí, no hay opción de corregir ningún detalle si encuentran algún fallo”, explica.
Así actualmente el Broad, con Zhang a la cabeza, tienen el control sobre casi todos los usos comerciales de la tecnología en células con núcleo.
Lejos de aceptar la derrota, la Universidad de California en Berkeley reclamó que rescindieran la patente otorgada.
Jugaron fuerte y presentaron una demanda de interferencia porque consideran que la patente del Broad abarca el mismo descubrimiento que la de Berkeley.
En estas demandas el ganador se lo lleva todo, es decir, un inventor puede hacerse con la patente del otro.
Sin embargo, en febrero de este año, la Junta de Apelación y Prueba de Patentes de los Estados Unidos (PTAB), dictaminó que no hay interferencias entre ambas solicitudesporque “reclaman una materia patentablemente distinta”.
Y es que cuando Berkeley presentó su solicitud, sus investigadores sólo habían demostrado la capacidad de CRISPR para modificar el ADN de organismos procariotas, como las bacterias.
“La evidencia apoya abrumadoramente nuestra posición, que el equipo de Doudna y Charpentier fue el primero en inventar esta tecnología para usar en todos los entornos y todos los tipos de células, y fue el primero en publicar y presentar solicitudes de patente dirigidas hacia esa invención”, renegaba la institución californiana el mismo día en el que se conocía la decisión de la oficina de patentes.
Por su parte Zhang sostiene que el hecho de que Doudna aventurase en su solicitud que su descubrimiento funcionaría en humanos era una “mera conjetura” y que fue él el primero en demostrarlo.
Traición entre probetas
Un correo electrónico con información incómoda vio la luz mediática en 2016 a través de la revista Technology Review.
Fue enviado pocos días después de la hacerse pública la decisión de la junta de apelación por un antiguo estudiante del laboratorio de Zhang en el MIT, Shuailiang Lin.
Solicitaba trabajo a Doudna al mismo tiempo que traicionaba a su ex jefe revelando que hasta que el equipo no leyó su estudio no supieron cómo usar el bisturí molecular.
A partir de ese momento, lo que era una investigación secundaria en el centro, se convirtió en prioritaria. Zhang focalizó todos sus esfuerzos en CRISPR. Por eso, a Shuailiang Lin las explicaciones que Zhang dio al tribunal para justificar que su hallazgos se llevaron a cabo de manera independiente le parecen tan alejadas de la realidad que las califica de “broma”.
A principios de 2018 los dos bandos volverán a declarar ante el tribunal de patentes. Se espera que emita su dictamen días después. Para entonces, ¿la solicitud de patente de Berkeley estará resuelta? La expectación es máxima.
Esta encarnizada guerra de patentes puede que sea la última.
“Desde 2013 Estados Unidos ha empezado a usar el sistema habitual en Europa. Ya no merecerá la patente el primero que inventa sino el primero que la solicita”, explica Patricia Ramos, Directora de Patentes de PONS IP, firma especializada en la protección de la propiedad industrial e intelectual.
“La ley de patentes es ofensiva no defensiva. Una patente no sirve para que puedas ser el único en usar tu propio invento sino que te da potestad para que otros no lo usen”, esclarece la especialista .
“A cambio de ese monopolio u oligopolio tienes que publicar los detalles de tu nueva tecnología.
Esto permite que las investigaciones continúen libremente y no se frene el avance de la ciencia”, reflexiona.
La guerra de patentes está perjudicando este progreso científico. Los avances logrados con CRISPR se quedan atrapados en el laboratorio. “En el ámbito académico, en los laboratorios de centros públicos de investigación, podemos usar las CRISPR sin ningún tipo de limitación, para generar conocimiento, entender mejor las enfermedades.
Sin embargo su uso para generar productos, es decir, terapias, no es libre. Las empresas que hacen esos productos tienen que llegar a acuerdos con los dueños de la patente”, explica Montoliu.
“En estas condiciones, el salto a la clínica está paralizado porque las empresas no quieren embarcarse en inversiones que no tienen garantías legales”, se lamenta. Muchos investigadores se plantean regresar a los métodos de edición tradicionales, que aunque requieran algo más de tiempo son igual de eficaces.
Los hallazgos hechos con CRISPR se quedan atrapados en el laboratorio, las empresas no quieren embarcarse en inversiones sin garantías legales
No es la gloria académica lo único que subyace en la guerra de patentes. El control comercial sobre la tecnología supone decenas de miles de millones de dólares.
Los centros de investigación vinculados con el invento olieron el hoy evidente interés de los grupos de inversión de capital riesgo y crearon sus propias empresas para gestionarlo.
Sus acciones suben y bajan como una montaña rusa con cada gesto del registro de patentes.
“Cualquiera que quiera ensayar con CRISPR necesitará probablemente una licencia de ambas universidades”, comenta Jorge L. Contreras, de la Facultad de Derecho de la Universidad de Utah (EEUU), que ha dibujado un detallado mapa de las relaciones entre universidades, empresas y científicos implicados.
Zhang y sus colaboradores del Instituto Broad han fundado Editas; Caribou Bioscience fue cofundada por Doudna, que a su vez ha abierto la (supuesta) licencia a otras pequeñas start ups, como Intellia Therapeutics, también de Doudna, y CRISPR Therapeutics y ERS Genomics de las que Charpentier es miembro.
Todas ellas batallan por llevarse el trozo más grande del pastel.
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