Pero como no tengo remedio, hace ya años que uso mis veranos para leer ‘no ficción’, y más concretamente un tipo de libros que consiguen que acabe mis vacaciones particularmente preocupado y pesimista. Y vuelvo al blog deseando compartir esa desazón, y que Uds me acompañen en la zozobra. De nada.
Toda esa gente, o al menos unos cuantos de los que hablaron con Luyendijk, se quedó de piedra cuando el 15 de septiembre de 2008 Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión de Estados Unidos, se declaraba en quiebra tras 158 años de actividad. Había sobrevivido a dos guerras mundiales y al crack de 1929, pero no pudo con las hipotecas subprime.
Tras varias investigaciones se encontró un culpable, un tal Navinder Singh Sarao, que operando desde Londres había desarrollado un software para alterar automáticamente el mercado de futuros, generando grandes órdenes de venta que hacían caer los precios en picado para comprar y luego vender cuando subieran.
Uno de los libros fue “Entre tiburones” (2016), del periodista y antropólogo holandés Joris Luyendijk, que supone un fabuloso trabajo de dos años de entrevistas a trabajadores de La City de Londres (de diferentes niveles y especialidades) para tratar de entenderles, de saber cómo son quienes trabajan en los grandes bancos que dirigen el mundo.
Un libro muy revelador del que extraer muchas enseñanzas.
Hoy les quiero hablar de una de ellas, aprovechando que en estos días se cumplen 9 años de la quiebra de Lehman Brothers, el punto culminante de la crisis financiera de 2008.
Por cierto, la conclusión es… que no nos pase ná.
El libro de Luyendijk da para mucho: establece distintas personalidades de trabajadores de la banca, desde psicóticos que viven al margen de la realidad –la minoría– hasta gente normal que vive en su burbuja y solo pretende permanecer en el rebaño –la mayoría– porque fuera hace más frío. Así prescinden de preguntarse sobre el bien o el mal; o lo relativizan.
Los telediarios enseñaban imágenes de los trajeados empleados del banco con sus pertenencias en cajas de cartón dirigiéndose a la puta calle, y hablaban de una crisis financiera enorme que iba a tener repercusión mundial.
En ese momento, mientras el común de los mortales estábamos un poco preocupados, los trabajadores de La City estaban en pánico, tal como le confiesan al periodista holandés. Le relatan escenas de compañeros con la vista fija en las pantallas durante un buen rato, paralizados sin saber qué hacer. Muchos lo recuerdan como el peor momento de sus carreras.
Escribe Luyendijk: “La cosa se puso tan mal que algunos llamaron a sus familiares: ‘saca todo el dinero que puedas del cajero automático’, ‘corre al supermercado a comprar comida’, ‘compra oro’, ‘prepara las cosas para llevarte a los niños al campo’”. Uno de sus confidentes mas curtidos le dijo: “Daba terror colega. No miedo de película, sino del de verdad”.
Escribe Luyendijk
“…muy poca gente fuera de los círculos financieros es siquiera consciente de que en 2008 el mundo tal como lo conocemos estuvo a punto de desaparecer. Es lógico: los que vieron la amenaza no tenían ningún interés en desatar el pánico hablando públicamente de ella. Prudente hasta extremos casi sobrenaturales, el expresidente del Consejo Europeo Heman van Rompoy esperó hasta 2014 para reconocer en una entrevista que seis años antes habíamos estado ‘a pocos milímetros de una total implosión’”.
Puede pasar cualquier cosa
El problema es que quienes estaban dentro del sistema financiero eran mucho más conscientes del peligro porque saben que no hay nadie al volante.
Por un lado, mientras sigan lloviendo billetes que no pare la música. Los reguladores que no miraban para otro lado eran ninguneados.
Por otro, los algoritmos detrás de muchos productos financieros son incomprensibles para la mayoría de mortales, incluyendo los directores de los bancos de inversión –y, por supuesto, los políticos– que solo detectan el problema cuando les estalla en la cara.
Y al final, tanto unos como otros saben que acabaremos pagando nosotros, incapaces de reaccionar a que nos roben una y otra vez.
Por eso aquel día entran en pánico. Saben que están al borde de un colapso financiero global, ven ante ellos el consiguiente colapso social y solo pueden confiar en la suerte, ya que no hay nadie que pueda detenerlo. ¿Qué pasará si los cajeros ya no dan dinero, el comercio se detiene y se corta el abastecimiento de alimento en las grandes ciudades?
No son capaces de saberlo.
La sensación general en la mayoría de entrevistados, dice el periodista holandés, es que esquivamos una bala, que estuvimos al borde de un desastre mucho mayor. Pero lo más inquietante es que en realidad no sabemos qué hubiera podido pasar.
Aunque aún más inquietante es ver que no hemos aprendido nada, ¿podremos esquivar la próxima bala?
Porque, como nos dice Luyendijk, aparte de algunos parches de escaso calado, la cosa sigue igual. “Los incentivos perversos que constituyen la base del sector financiero siguen siendo los mismos”, añade el holandés.
El Flash Crash, otro aviso
El caso es que el 6 de mayo de 2010 tuvimos otro ejemplo de lo que son capaces de hacer los mercados financieros.
Probablemente no lo recuerden, ya que se llevó con toda la discreción posible en estos casos.
Se conoció como el Flash Crash. En un instante el índice Dow Jones cayó un 9%, cerca de 1000 puntos.
¿Qué estaba pasando? En solo 5 minutos un robot mediante un algoritmo lanzó automáticamente la orden de venta de 75.000 contratos de futuros. A una velocidad a la que ni siquiera daba tiempo de entender lo que estaba pasando y por qué el valor de las acciones se desplomaba, provocando cierto pánico.
Aunque esta vez la histeria duró poco –a los 20 minutos el valor de las acciones se recuperó y el mercado de capitalización perdió ‘sólo’ un billón de euros– se había provocado la mayor oscilación en la historia del Dow Jones desde el crac de 1987.
Se dice que con esta práctica, durante múltiples sesiones, había llegado ganar unos 40 millones de dólares.
Si los “incentivos perversos” generan un sistema y unas inercias difíciles de corregir en operadores humanos, la expansión de robots jugando con nuestro dinero puede llevarnos a un punto en el que solo quede sabercuándo va a saltar la banca.
Y también se dice que pese a encontrar a un culpable, no pudo ser el único que causara tal agujero en Wall Street. La clave está en los numerosos robots que operan en bolsa hoy día.
La negociación bursátil de alta frecuencia, como se conoce técnicamente a esta práctica, significa ya el 40% en Europa y el 55% en EE.UU. O sea, la mitad del dinero que se mueve en las respectivas bolsas se lo juegan las máquinas, con lo que es difícilmente controlable por la inteligencia humana.
Las máquinas solo funcionan con criterios matemáticos, a corto plazo. No hay reglas morales, ni consecuencias, ni miedo.
Las máquinas son capaces de hundir mercados antes de que los humanos puedan entender qué está pasando ante el baile de números en sus pantallas.
Siento volver así de mis vacaciones. Soy consciente de que, tal como titula Luyendijk uno de sus capítulos, “nadie quiere a los profetas de la fatalidad”. Pero qué le voy a hacer, no tengo remedio.
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