“Me metían en la cárcel para que no me vieran los turistas. Otras veces me encerraban en el cementerio”
“Aparca ahí”. Manolita Chen, señora de 71 años, da la orden desde la cima de unos tacones infinitos, poco prácticos para el empedrado traicionero del casco antiguo de Arcos de la Frontera (Cádiz), pero ideales para salir en la foto. “¿Ahí?”. “Sí, ahí”.
Ahí, en concreto, es en mitad de una calle estrecha, en el tramo escaso que media entre la pared torcida de una casa y un desnivel que termina en el río. “Pero…”.
“Nada, por el ladito cabe otro coche, te lo digo yo”. Lo dice Manolita, y Manolita utiliza un tono cordial que, sin embargo, no admite réplicas.
Es evidente que con el paso de los años ha perfeccionado esa fórmula, una mezcla ambigua de ternura y de aspereza, que lo mismo suena a consejo que a consigna. Son las maneras propias de alguien que ha tenido que hacerse respetar más con inteligencia que con imposiciones.
Alguien que aprendió a la fuerza las enormes ventajas de usar la mano izquierda.
Ahí, en concreto, es en mitad de una calle estrecha, en el tramo escaso que media entre la pared torcida de una casa y un desnivel que termina en el río. “Pero…”.
“Nada, por el ladito cabe otro coche, te lo digo yo”. Lo dice Manolita, y Manolita utiliza un tono cordial que, sin embargo, no admite réplicas.
Es evidente que con el paso de los años ha perfeccionado esa fórmula, una mezcla ambigua de ternura y de aspereza, que lo mismo suena a consejo que a consigna. Son las maneras propias de alguien que ha tenido que hacerse respetar más con inteligencia que con imposiciones.
Alguien que aprendió a la fuerza las enormes ventajas de usar la mano izquierda.
“Me haces una foto aquí”. Manolita, la primera persona transexual, nacida hombre, que consiguió que en su DNI figurara una identidad femenina, elige sin reparo los escenarios del reportaje.
El primero es la Taberna de María La Viuda, el bar que le dejó su madre.
El portón es viejo y requiere de una de esas llaves que siempre chirrían y se niegan a girar por completo. Manolita se afana en desatrancar las dos hojas a empujones mientras suena el claxon cercano de un coche que no puede cruzar la calle.
Ella, muy elegantemente, lo ignora.
El primero es la Taberna de María La Viuda, el bar que le dejó su madre.
El portón es viejo y requiere de una de esas llaves que siempre chirrían y se niegan a girar por completo. Manolita se afana en desatrancar las dos hojas a empujones mientras suena el claxon cercano de un coche que no puede cruzar la calle.
Ella, muy elegantemente, lo ignora.
Dentro huele a lagar de pueblo, a vino y a serrín. “Mi madre”, repite una y otra vez. “Qué disgusto le di”. Abre un ventanuco, enciende las luces. “Con cinco años me pilló cosiendo. Tonterías de crío: una aguja de madera y un trapito. Me pegó.
Yo le decía que por dentro me sentía una mujer y a ella eso no le cabía en la cabeza. ‘¿Una mujer de qué?’, me gritaba. Luego lo aceptó.
Vio que no había manera de cambiarme.
Yo le decía que por dentro me sentía una mujer y a ella eso no le cabía en la cabeza. ‘¿Una mujer de qué?’, me gritaba. Luego lo aceptó.
Vio que no había manera de cambiarme.
Pero con mis hermanos fue distinto. En casa vivíamos once y no teníamos padre. La gente me criticaba y me daba la espalda y para ellos eso era una vergüenza. Me maltrataban. Yo no podía tener amigos ni amigas.
Los padres le decían a los otros niños: ‘No te acerques a Manolito’. Creían que era una enfermedad. Algo que se contagiaba.
Por eso me pasé la infancia en soledad. Ahora lo pienso y me doy cuenta: De niño estuve más solo que la una”.
Los padres le decían a los otros niños: ‘No te acerques a Manolito’. Creían que era una enfermedad. Algo que se contagiaba.
Por eso me pasé la infancia en soledad. Ahora lo pienso y me doy cuenta: De niño estuve más solo que la una”.
Y van las fotos. Cientos de fotos. Manolita, acodada en una especie de mostrador pequeño, entre filigranas de cerámica y esculturas toreras.
Foto. Manolita, las piernas cruzadas en una silla de cabaret, en el centro de un tablado de media luna.
Foto. Manolita, bajando las escaleras como una diva del Paralelo.
Foto. Manolita de frente. Manolita de perfil. Manolita de pie.
Foto. Manolita, las piernas cruzadas en una silla de cabaret, en el centro de un tablado de media luna.
Foto. Manolita, bajando las escaleras como una diva del Paralelo.
Foto. Manolita de frente. Manolita de perfil. Manolita de pie.
Manolita sentada. “Setenta años que tengo”, presume a cada clic, pelucón y medias negras, falda de tubo, joyones y bolso a juego. “Venga, dos o tres más y nos vamos”.
LA TABERNA Y LA TREGUA
A los 16 le tocó gestionar la taberna. “Mis hermanos mayores se marcharon de Arcos y asumí el negocio. Lo primero que hice fue poner flores.
A los clientes de toda la vida, a los hombres de por aquí que bebían vino corriente y jugaban al tute y al dominó y pagaban cuando les liquidaban el jornal, no les importó. Pero a la alta sociedad, sí. Decían que éste era un bar de homosexuales.
Bueno, de homosexuales no. La palabra ordinaria, la que utilizaban ellos, era otra. Decían que éste era un bar de maricones.
Y empezaron a cogerme tirria.
Pero la taberna se hizo con fama muy pronto, y los del pueblo no se atrevían a meterme mano porque hasta aquí se acercaban señores importantes de toda Andalucía, señores encorbatados, que daban el cante con sus cochazos en un barrio tan pobre como éste…
También había chicos guapos, de campo. No andaban bien vestidos, pero eran fuertes, viriles, muy machotes, y eso les gustaba a los clientes de Jerez y de Sevilla… Venían de Medina y de San Fernando, marqueses y militares, gente normalita y otra de postín”.
Manolita, subida en la barandilla del puente, el castillo al fondo, la ribera arbolada del río. Foto. Manolita, primer plano sobre las casas encaladas del pueblo. Foto. Manolita, de pie, bajo la estructura metálica de la pasarela. Foto. “Que salga Arcos, que yo soy muy de Arcos y Arcos es muy mía”. Y luego, en un aparte: “¿Se me ven bien las piernas?”.
El alcalde estuvo mandándole a su casa, cada día durante siete años, al jefe de la Guardia Municipal, sólo para asegurase de que Manolita no se maquillaba
Pero entró un alcalde nuevo, a principios de los 60, con ganas de ponerse galones ante lo más reaccionario de la jerarquía moral, y a Manolita se le acabó la tregua.
Cuenta que el regidor la enfiló entre ceja y ceja y estuvo mandándole a su casa, cada día durante siete años, al jefe de la Guardia Municipal, sólo para asegurase de que Manolita no se maquillaba.
“El guardia venía y me pasaba un trapito húmedo por la cara, a ver si había algo de polvo. Querían humillarme.
Pero en cuanto se iba, yo cogía una flor roja de papel que mi madre tenía encima de la cómoda, lo mojaba en saliva y me ponía algo de colorete. Y con un picón de la candela me daba un poquito de sombra en los ojos, para no salir por ahí tan triste”.
Manolita taconea con prisas, camino del siguiente escenario del book.
La gente la para por la calle y le pregunta por sus cosas y ella, que es una figura en el pueblo, les explica que ahora está visitando enfermos y organizando unas clases de alfabetización. Junto con otros vecinos intenta sacar adelante algunas iniciativas benéficas.
“Lo mismo me presento a alcaldesa”, dice, sin asomo de ironía. “
¿Por qué no? Si Arcos me lo pide…”.
Las interrupciones la hacen perder el hilo, pero en seguida coge de nuevo el carril. “Pues eso, que yo me maquillaba igual. Y no era sólo una cuestión de coquetería.
Era que yo tenía algo dentro, una forma de ser, y ni el guardia ni el alcalde ni nadie podía decirme a mí que lo escondiera. Porque yo no le hacía daño a nadie.
Y porque no me daba la gana, vamos”.
Manolita seguía maquillándose y abriendo la taberna, pionera en el sector de bares de ambiente del franquismo medio, pero en el Ayuntamiento ya no estaban por la labor de que se saliera con la suya
Así que Manolita seguía maquillándose y abriendo la taberna, pionera en el sector de bares de ambiente del franquismo medio, pero en el Ayuntamiento ya no estaban por la labor de que se saliera con la suya.
La represión se recrudeció. “Llegaba un día de fiesta y me metían en la cárcel para que no me vieran los turistas. Otras veces me encerraban en el cementerio. Tenía que dormir sobre la mesa de autopsias.
Mi madre sufría mucho. Me mandaba caldito de puchero, bocadillos y café en latas de leche condensada. Pero yo no me rendía. Ni me rendía ni me rindo”.
Al final, visto que Manolita no tiraba la toalla, las autoridades optaron por asfixiarle el negocio. “Apostaron a dos municipales en la puerta de la taberna y le metían miedo a los clientes. Los ingresos dieron un bajón y yo empecé a pensar que mi madre también estaba pasando demasiado. Decidí irme a Barcelona”.
MANOLITA VERSIÓN INTERNACIONAL
Manolita en la puerta del Museo que regenta. Foto. Manolita en un sofá barroco, tapizado de terciopelo rojo, con tachuelas brillantes y ribetes de pan de oro. Foto. Manolita sentada a un piano. Foto. Manolita, entre candelabros excesivos y gruesas cortinas de bolones púrpura. Foto. Manolita, estirada en una cama con dosel. Foto.
Entre pose y pose, sigue: “Paseando por Las Ramblas intuí por primera vez lo que podía ser la libertad, porque en Barcelona los mariquitas se escondían menos.
Y gané dinero. Bastante.
Me harté de trabajar.
Por la mañana fregaba la cocina y los váteres del Restaurante Milán. Por las tardes, limpiaba mejillones en Las Guapas. Y por la noche, hasta las cuatro, repartía los pliegos de La Vanguardia. Acababa destrozada, pero tenía que mandarle las perras a mi madre, que después de que cerráramos la taberna estaba otra vez pobrecita”.
Manolita recorre ese museo insólito, repleto de objetos que ha ido coleccionando minuciosamente a lo largo de su vida de artista, y de vez en cuando señala una mesa de mármol con patas de forjado, un juego de sillas palaciegas o un retrato del rey.
“Esto me encanta”, dice. O: “Esto me lo regaló tal”.
O: “Esto me costó sus buenas miles de pesetas de la época”.
“Yo siempre he sido muy peleona. Quería que en mi carné dejase de aparecer Manuel Saborido. Estaba harta de que me miraran con guasa los recepcionistas de los hoteles”
“Pero yo quería algo más. En un garito de alterne tenían un concurso. Un certamen de talentos. El premio era quedarse fija: había que ser guapa y cantar.
Yo cantar no cantaba, pero guapa era un rato…. Todo el mundo me decía que tenía un aire así, gitano, como de mujer cordobesa…
Total, que en el mercadillo de Los Encantos me compré ropa de segunda mano y una peluca, me subí al escenario y me lancé con Morena de la Copla. Y gané.
A partir de ahí, todo fue para arriba: Bodega Apolo, el Molino Rojo…
Un día estaba en Zaragoza y el otro en Valencia y el otro en Madrid. Juanito Navarro me fichó para el Teatro Calderón, ya de vedette. Lola Flores, Juanito Valderrama…
Fui a Roma, a Berlín, a los Estados Unidos. Actué en San Francisco y en Las Vegas.
Aún así, aunque ya era conocida, me aplicaron tres veces la Ley de Vagos y Maleantes, porque el Franquismo siempre estaba a punto de caer pero no caía…”.
Manolita enfila la cuesta arriba que lleva a su casa y explica que compaginó su faceta de artista con la de militante luchadora.
Se acercaba la libertad y empezamos a pedir en voz alta que se nos reconocieran algunos de los derechos que hoy tenemos.
Por ejemplo, que en el carné figurara nuestra verdadera identidad.
La de una mujer, si nos sentíamos mujeres. Y poder casarnos. Yo acudía a muchas de esas primeras manifestaciones. Acabábamos con la Guardia encima.
La gente nos abucheaba y hasta nos tiraba piedras. Pero yo siempre he sido muy peleona. Quería que en mi carné dejase de aparecer Manuel Saborido. Estaba harta de que me miraran con guasa los recepcionistas de los hoteles.
Así que, poco antes de que se aprobase la Ley que lo permitía, moví algunos hilos del gobierno. Porque yo conocía a algunos mariquitas de las alturas.
Homosexuales y señores de los pies a la cabeza. Y por eso conseguí, antes de los 80, el primer DNI español que reconocía que alguien que había nacido hombre podía ser tratado legalmente como una mujer”.
LA LIBERTAD, CAMINO DE CORREOS
Ya en su piso, Manolita se descalza discretamente.
Habla un rato de esto y de lo otro y de pronto repara en dos recuerdos que sí “necesita” compartir. Los dos son recuerdos, dice, de los que no puede ni quiere desprenderse.
El primero es el recuerdo de su primer día de libertad.
Fue una mañana de primavera que la pilló, por circunstancias, en su Arcos natal. Un “revolucionario” del pueblo se le acercó y le dijo:
“Ya puedes vestirte de mujer y andar por la calle, Manolito. No va a pasarte nada”.
Ella se acordó de tantos y tantos años en que sólo le permitían colocarse el vestido sobre un escenario, o en los garitos, de puertas para adentro, atenta siempre a que se encendiera en el recibidor la luz roja que alertaba de la presencia de la Policía.
“¿Seguro?”, le preguntó al comunista. “Seguro”, le insistió él.
Manolita corrió a su casa, se calzó un vestido ajustado, nada discreto, y unos tacones de aguja, “más o menos como los que llevo hoy”, y fue a echar una carta a Correos, que estaba en la calle Corredera, en pleno centro. “Volví ocho veces”, admite. “
Al final no echaba la carta. Me quedaba con ella en la mano, asomada al buzón. Repetía una y otra vez el mismo trayecto. Era una mujer libre. No me lo podía creer”.
Con la democracia, Manolita quiso resolver la última de sus asignaturas pendientes. Ser madre. Y lo consiguió.
El segundo es, quizá, su recuerdo más personal.
Con la democracia, Manolita quiso resolver la última de sus asignaturas pendientes. Ser madre. Contactó con un funcionario de la Junta de Andalucía, que se comprometió a ayudarla. Era 1981 y la legislación española aún estaba lejos de permitir que una persona que había nacido hombre adoptara como mujer.
El caso llegó a oídos de Alfonso Perales, por entonces presidente socialista de la Diputación de Cádiz. Perales se interesó por el asunto, conoció a Manolita y se lo tomó como una cuestión personal. Movió sus hilos. Había una niña, en efecto.
Pero estaba enferma. Los médicos le daban seis meses de vida.
“Les dije que sí. Que quería ser su madre, pasara lo que pasara. Diputación resolvió las cuestiones legales. No se me olvida que a Perales lo pusieron como los trapos en la prensa. Le dieron al pobre por todos sitios. Pero gracias a él y a otra buena gente que se preocupó por el tema, yo conseguí a María”.
La niña fue la primera. Después llegaron Alfonso y José, ambos paralíticos cerebrales. “Me reconocen por el olor”, explica. “Por eso hace mucho que no puedo permitirme cambiar de perfume”.
Cuando habla de sus hijos, Manolita deja a un lado esa pátina de distancia frívola que utiliza para referirse a todo lo demás: el niño que cosía, la Taberna de María La Viuda, las flores de papel rojo, la mesa de autopsias, la Ley de Vagos, San Francisco y las candilejas de El Paralelo.
“Ellos son lo más grande que me ha pasado en la vida. Lo más bonito. Lo que más quiero. Tengo un retrato de María ahí, en el aparador. ¿Quieres hacerle una foto para el reportaje? Fíjate: Me dijeron que le quedaban seis meses de vida. Y lleva conmigo 33 años”.
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