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jueves, 5 de octubre de 2017

"¡Si hasta yo mismo me iría si pudiera! ¿Cómo no van a correr espantados los catalanes?"

Una manifestación a favor del referéndum de independencia del 1 de octubre, celebrada el 29 de septiembre de 2017 en Barcelona. / Susana Vera / Reuters

"¡Si hasta yo mismo me iría si pudiera! ¿Cómo no van a correr espantados los catalanes?"

Desgraciadamente, el relato dominante aquí, en la Meseta, se basa en el adoctrinamiento del pueblo catalán, en las mentiras tantas veces difundidas por los medios catalanes, en el interés de los políticos separatistas de esconder su corrupción tras el proceso de independencia o en la tergiversación constante de los historiadores. 
No cabe duda, pues, que 'los pobrecitos catalanes están engañados'. Por supuesto, todo lo que allí acontece, en la 'Catalonia', está marcado por el sesgo, el sectarismo, el fascismo y la ilegalidad. Y así llevamos décadas.
Pero lo cierto es que al leer los medios generalistas castellanos, nacionales si se prefiere, se echa mucho en falta la autocrítica, los renglones torcidos. 
No los busquen que no los encontraran, pues estamos en tiempos prebélicos, en tiempos de patriotismo, en tiempos de banderas en los balcones y vítores a las porras que caen sobre ancianos y niños. En tiempos de buenos y malos. 
'Ya era hora, pensará más de uno. Más les tenía que haber caído, se lo han buscado'…
Sin embargo, nuestra España, nuestra excelsa España, es una de las que menos libros lee en Europa, la que tiene los medios de comunicación menos creíbles, la segunda del mundo que más desaparecidos contabiliza, la que con más naturalidad exalta el fascismo en el viejo continente (incluso en las Fuerzas Armadas), la que convierte a Belén Esteban en 'best seller', la que tiene uno de los niveles educativos más bajos del mundo avanzado, la que sufre una de las mayores tasas de desempleo, la que vive hipnotizada entre el balón y la basura televisiva, la que carece de separación de poderes, 
la que goza de unos altísimos índices de descrédito institucional, en la que gobierna un partido enfangado por la corrupción y heredero directo de una amalgama de familias franquistas, la que se rige por una monarquía amamantada por Franco… ¿Y no hemos hecho nada mal? ¡Sería un milagro!
Indudablemente, España, nuestra España, mi España tiene una enorme responsabilidad en la infamia acaecida. 
Para empezar carecer de proyecto. Sin un proyecto de futuro, ¿qué podemos ofrecer a los catalanes? 
¿Un país azotado por la corrupción, en clara involución ideológica, inmerso en una polarización social que solo contribuye a llenar las urnas del PP y las arcas de los poderosos? 
¿Un país que condena a tuiteros y titiriteros con la misma facilidad que despide periodistas y directores o vende armas a los países más siniestros del mundo...?
Me parece completamente increíble que mis conciudadanos, de forma mayoritaria, no sean capaces de comprender que la existencia de un proyecto de futuro sólido, un partido decente en el gobierno, unas instituciones legitimadas, una correcta separación de poderes o una sociedad culta, educada y autocrítica es la mejor solución al problema catalán. 
Porque entonces no habría problema para votar, no temeríamos la escapada, la huida desesperada… No temeríamos a la democracia. Sencillamente, la aceptaríamos.
Pero, recapacitemos: ¡si hasta los denunciantes de corrupción somos perseguidos en España! 
¡Si hasta nuestro Ejército está infectado de delincuentes! 
¡Si hasta yo mismo me iría si pudiera! ¿Cómo no van a correr espantados los catalanes?

La represión no es la solución

Más allá de la total ausencia de la más mínima autocrítica (exceptuando la izquierda), lo cierto es que la España profunda, hoy más dominante de lo que muchos desearíamos, se relame con gusto por lo ocurrido, exhibe las banderas en los balcones. 
Y lo hace creyendo que esa es la solución, creyendo que cuantos más garrotazos, mejor para todos. 
Pero si la solución pasa por aporrear ciudadanos, detener políticos y avergonzarnos en los medios de comunicación de medio mundo, me temo que el futuro es muy sombrío. 
Porque cuando se escucha a los catalanes no se percibe que hayan descubierto su amor a la patria española tras los mamporros recibidos, ni tras la incautación de papeletas o la ocupación de colegios. De hecho, lo que se divisa es más crispación, más odio, más rencor.
Manifestantes se reúnen en la Plaza de Cataluña después del final de las votaciones del referéndum de independencia, Barcelona, el 1 de octubre de 2017. / Susana Vera / Reuters
De estas semanas casi todos hemos salido derrotados, basta con visionar las lamentables imágenes de las cargas policiales o las pedradas a los agentes, pero pocos como los miembros de la Guardia Civil y la Policía Nacional. 
Cuerpos con agentes que llevaban años realizando una labor extraordinaria y que, de la noche a la mañana, fueron obligados a dejar de perseguir delincuentes para cumplir la imposible misión de impedir la expresión popular. 
Y lo hicieron sin que casi nadie comprendiera que las ideas y los sentimientos no se pueden desalojar ni encarcelar ni apalear. 
Tristemente, al final llegó el bochorno: guardias y policías contra ciudadanos, 'mossos' contra guardias y policías, ciudadanos contra guardias y policías. Todos contra todos. 
Y el PP llenando sus almacenes de votantes orgullosos.

Solo existe una solución: el diálogo

La solución, inevitablemente, pasa por un diálogo (algo que solicitan de forma unánime los gobernantes de medio mundo) que nos conduzca a un referéndum pactado o a un cambio lo suficientemente significativo en el encaje de Catalunya en España como para que los catalanes vuelvan a sentir que su sitio está con nosotros, lo que, desde luego, después de la ignominia de estas dos semanas y estos oscuros años de gobierno de la derecha parece cada día más imposible. 
Y ahí los ciudadanos y los políticos tenemos un papel importante. Los políticos porque tienen herramientas

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