La segunda ciudad de Irak, Mosul, ha quedado reducida a escombros. Por fin, tras meses de crueles bombardeos y una tremenda batalla por tierra, la coalición bélica liderada por Estados Unidos se la ha arrebatado al tristemente célebre Estado Islámico o Dáesh.
Pero difícilmente podemos hablar de “victoria” para calificar este momento. Mosul, la que fue joya cultural de Irak y modelo de coexistencia, es ahora una “ciudad de cadáveres” en palabras de un periodista extranjero que paseó entre sus ruinas mientras se protegía la nariz de la peste repugnante.
“Probablemente habrás oído hablar de los miles de muertos y del sufrimiento de los civiles –comentó Murad Gazdiev–, pero seguro que no has oído nada del olor. Del olor nauseabundo, repulsivo, que se extiende por todas partes: el olor de los cadáveres pudriéndose”.
En realidad, “el olor a cuerpos podridos” inunda todos los lugares donde el Dáesh ha sido derrotado. El grupo que llegó a declarar un califato (un Estado islámico) en Irak y en Siria en 2014 y al que se permitió expandirse libremente en todas direcciones ahora está cayendo a toda velocidad.
Y ello nos lleva a preguntarnos cómo es posible que un pequeño grupo, a su vez procedente de otros grupos también tristemente célebres, puede haber declarado, expandido y sostenido durante años un “Estado” en una región plagada de ejércitos y milicias extranjeras y de los servicios de inteligencia más poderosos del mundo.
Pero, ¿no debería resultar irrelevante esa pregunta ahora que el Dáesh ha sido derrotado mediante los métodos más enérgicos y violentos?
Bueno, eso es algo en lo que todo el mundo parece estar de acuerdo; incluso los adversarios políticos y militares coinciden abiertamente en este objetivo último.
Además de su derrota en Mosul, Irak, el Dáesh ha perdido su baluarte del este de Siria, Al Raqa. Quienes asombrosamente han logrado sobrevivir a las batallas de Mosul y Al Raqa están ahora atrapados en Deir ez-Zor, donde se librará la que parece ser la gran batalla final.
En realidad, la guerra contra el Dáesh ya se está desplazando fuera de los grandes centros de población en los que se había refugiado el grupo armado.
Y sus militantes también están siendo expulsados de sus escondrijos fuera de estas regiones, en la región de Qalamun occidental, fronteriza entre Siria y Líbano, por ejemplo.
Ni siquiera el desierto constituye ya un lugar seguro.
El desierto de Badiya, que se extiende desde el centro de Siria a los límites con Irak y Jordania, está siendo escenario de duros combates alrededor de la ciudad de Al Suknah.
Brett McGurk, enviado especial estadounidense de la “Coalición Internacional contra el Estado Islámico”, regresó recientemente a EE.UU. tras pasar unos días en la región y ha declarado con notoria confianza a la cadena de televisión CBS que “las fuerzas del Dáesh están luchando por sus vidas manzana a manzana” y que el grupo armado había perdido alrededor del 78 por ciento del área máxima que llegó a controlar en Irak y en torno al 58 por ciento de sus territorios en Siria.
Como era de esperar, los oficiales y los medios de comunicación estadounidenses hacen hincapié en los triunfos militares atribuidos a las fuerzas de la coalición liderada por Estados Unidos e ignoran los demás, mientras la coalición liderada por los rusos hace lo propio.
Poniendo a un lado las numerosas tragedias humanitarias asociadas a estas victorias, ninguna de las partes implicadas ha asumido responsabilidad alguna por el ascenso del Dáesh.
Sin embargo, es lo que les correspondería, y no solo por lo que conlleva de responsabilidad moral. Porque si no comprendemos y afrontamos las razones que explican la aparición del Dáesh, su caída dará lugar, con toda seguridad, a la creación de otro grupo con una visión igual de nefasta, desesperante y violenta.
Los medios de comunicación convencionales que han intentado deconstruir las raíces del Dáesh se fijan en sus influencias ideológicas sin prestar la menor atención a la realidad política que gestó al grupo.
Pero lo cierto es que el Dáesh, Al-Qaeda y cualquier grupo de este estilo suelen gestarse y revivir en lugares aquejados por la misma enfermedad crónica: un gobierno central débil, una invasión extranjera, una ocupación militar y terrorismo de Estado.
El terrorismo es el resultado de la brutalidad y la humillación, sea cual sea la causa, pero es más pronunciado cuando la causa es extranjera. Si todos estos factores no se abordan realmente, el terrorismo no tendrá fin.
Por tanto, no debe sorprender que el Dáesh cobrara vida y progresara en países como Irak, Siria, Libia y regiones como el desierto del Sinaí.
Además, muchos de quienes respondieron a la llamada del Dáesh procedían de comunidades que habían sufrido la crueldad de los regímenes árabes inhumanos o el abandono, el odio y la marginación de las sociedades occidentales.
La razón por la que muchos se niegan a reconocer esa realidad –y luchan con uñas y dientes para desacreditar tal argumento– es que admitir su culpabilidad les haría responsables por la propia creación del terrorismo que dicen combatir.
Quienes tienen bastante con culpar al islam, una religión que contribuyó en gran medida al renacimiento cultural europeo, no lo hacen por simple ignorancia; muchos de ellos están guiados por planes siniestros. Pero su descabellada idea de culpar a la religión es tan estúpida como la imprecisa “guerra contra el terror” de George W. Bush. Los juicios desinformados solo sirven para prolongar el conflicto.
Además, los juicios generalizados nos impiden enfrentarnos a los vínculos específicos y evidentes entre, por ejemplo, el advenimiento de al Qaeda en Irak y la invasión estadounidense de dicho país; entre el ascenso de la rama sectaria de al Qaeda liderada por Abu Musab al-Zarqawi y la división sectaria de aquel país bajo el administrador estadounidense en Irak Paul Bremer y sus aliados en el gobierno de Bagdad, predominantemente chií.
Debería haber estado claro desde el principio que el Dáesh, por muy violento que sea, no era la causa sino uno de sus síntomas. Al fin y al cabo, el Dáesh solo tiene tres años mientras que la guerra y la ocupación extranjera de la región son muy anteriores a su génesis.
Aunque nos dijeron –el propio Dáesh, pero también los expertos de los medios de comunicación– que el Dáesh había aparecido para quedarse, ahora resulta que dicho grupo no es más que una fase pasajera de un prolongado y feo montaje plagado de violencia y despojado de la moralidad y el coraje intelectual para examinar las verdaderas raíces de la violencia.
Probablemente la victoria sobre el Dáesh será efímera. Seguramente el grupo desarrollará una nueva estrategia de guerra o sufrirá una mutación aun mayor.
La historia ya nos lo ha mostrado antes fenómenos semejantes.
También es probable que quienes orgullosamente se atribuyen el mérito de haber aniquilado sistemática y eficientemente al grupo –junto a ciudades enteras– no se detengan a pensar por un momento en qué deben cambiar para prevenir que un nuevo Dáesh tome el relevo.
Curiosamente, la “Coalición Internacional contra el Estado Islámico” parece contar con la potencia de fuego necesaria para convertir ciudades en ruinas, pero no con la sabiduría para entender que la violencia desenfrenada solo inspira más violencia y que el terrorismo de Estado, las intervenciones extranjeras y la humillación colectiva de naciones enteras son todos los ingredientes necesarios para comenzar el baño de sangre una y otra vez.
Ramzy Baroud es un columnista internacional y asesor de medios de comunicación que lleva más de veinte años escribiendo sobre Oriente Próximo. Autor de varios libros y fundador de PalestineChronicle.com.
Su último libro es “My Father was a Freedom Fighter: Gaza’s Untold History” (Mi padre fue un luchador por la libertad: la historia no contada de Gaza)
https://www.rebelion.org/noticia.php?id=231200
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