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miércoles, 7 de febrero de 2018

La Edad de Oro de la Propaganda; Las Microutopías que roban tu Libertad

La Edad de Oro de la Propaganda

El conocimiento inútil


Dije la semana pasada que la propaganda, por su naturaleza, se nutre de la adulteración de los hechos, penetra en nosotros a través de los sentimientos y se aprovecha de nuestros sesgos cognitivos. 

Sin estos últimos el trabajo del propagandista sería mucho más complicado. El hecho de que prioricemos la información que confirma nuestras propias creencias, pavimenta el camino a estos mensajes. 

Este es precisamente el origen de las noticias falsas, una de las expresiones más acabadas de la propaganda de nuestro tiempo.

Hasta la irrupción de Internet era mucho más difícil difundir un bulo. Los medios los rechazaban fuera por convicción, por temor a ser demandados o porque su credibilidad podía erosionarse considerablemente una vez descubierta la mentira. 

Hoy día es muy sencillo arrojar la piedra y esconder la mano. 

La revolución digital de este siglo ofrece a los propagandistas unos medios y un alcance impensable hace tan sólo 25 años. Estamos en el Siglo de Oro de la propaganda. 

Los padres del invento, el propio Willi Münzenberg o su discípulo del otro lado, Joseph Goebbels, no terminarían de creerse las posibilidades abiertas hoy para sus epígonos. 

Ellos tuvieron que conformarse con la prensa escrita, la radio y el cine. Los propagandistas de hoy disponen de más soportes y, sobre todo, mucho más accesibles. 

El renombrado y las palabras fetiche

Pero de nada sirve tener teléfonos inteligentes, tabletas o pantallas de televisión de 50 pulgadas conectados a la red las 24 horas si no se saben aplicar las técnicas adecuadas. 

Éstas han avanzado mucho y hoy día algunos propagandistas las emplean con auténtico virtuosismo. 

Repasemos algunas de estas técnicas. 
Si se quiere acabar con la reputación de alguien se cambia su nombre por otro que posea connotaciones negativas
Una de las técnicas actuales más habituales es la conocida como el renombrado. Si se quiere acabar con la reputación de algo o alguien hay que empezar cambiándole el nombre por otro que suene mal o posea connotaciones negativas. 

En el pasado bastaba con fascista o facha. Pero, como hoy circula mucha información a gran velocidad, los nombres se desgastan rápido. Eso obliga a innovar continuamente. 

Así nacieron términos como “casta” o “cuñado” que hoy tienen un significado muy preciso. 

El renombrado sirve para señalar los defectos ajenos. 

Pero para potenciar las virtudes propias hay que emplear otra técnica diferente: la de las palabras fetiche. ¿Qué es una palabra fetiche? Vayamos con un ejemplo, la palabra fetiche por excelencia es “democracia”, luego vienen otras como “solidaridad” o “igualdad”. Cualquiera que presente su causa, que la etiquete como demócrata, solidaria e igualitaria ocupa un espacio de positividad y pone al adversario a la defensiva. 
La técnica de las palabras fetiche sirve como antídoto para cualquier ataque
La técnica de las palabras fetiche sirve, además, como antídoto para cualquier ataque. 

Veamos algunos ejemplos: 

a) “Han dado ustedes un golpe de Estado”; “si, pero en nombre de la democracia”

b) “Esta ley es un disparate anticonstitucional”; “tal vez, pero es en nombre de la igualdad

c) “Trabajamos más de medio año para pagar impuestos”; “ya, pero es en nombre de la solidaridad”. 

Y podrían citarse muchos otros. 

La transferencia, el efecto arrastre y el relato extendido

Otra técnica es la de la transferencia, muy empleada por los alarmistas climáticos: “lo dice la ONU”, “es un informe de la NASA”, “hay consenso científico”… 

La transferencia consiste en transferir la legitimidad de una persona o institución hacia la propia causa. Aquí es donde entran los famosos informes de Oxfam u organismos internacionales como la UNESCO o la UNICEF. 
La transferencia consiste en transferir la legitimidad de una persona o institución hacia la propia causa
Vivimos en un mundo muy audiovisualizado, con mucho conocimiento disponible pero, parafraseando a Jean-François Revel, la mayor parte de este conocimiento es inútil. 

En un mundo así, adicto sin remedio a las redes sociales con sus “likes”, sus retuits y sus “followers” quien más vale es quien más seguidores tiene. 

Eso lo aprovechan al máximo los propagandistas de la última hornada: aplican el efecto arrastre para captar nuevos adeptos simplemente mostrando todos los que ya tienen. 

La especie humana es muy gregaria; durante miles de años se organizó en hordas que seguían ciegamente a un jefe
La gente trata de estar a la moda en todos los ámbitos, también en el de las ideas. Si otros lo hacen, ¿por qué no voy a hacerlo yo? No olvidemos que la especie humana es muy gregaria y durante miles de años se organizó en hordas que seguían ciegamente a un jefe. Es el dicho que se utiliza en España: “¿dónde va Vicente?, dónde va la gente”, que se aplica también a la propaganda. El problema es que hoy día todo el mundo sabe al minuto hacia donde va Vicente. Y lo sigue, claro. 

Por último, y habida cuenta de la multitud de canales de información, se emplea también mucho la técnica del relato extendido. Una misma campaña se amplifica y adapta a todos los medios. Sobre ella se construye un relato con sus buenos y sus malos, sus testimonios y sus giros en la trama. 

Sería lo que los consultores denominan estrategia 360, que va desde fotografías en Instagram hasta reportajes en televisión pasando por documentales, tendencias en Twitter y muchos artículos de opinión. Miremos donde miremos ahí está la historia esperándonos. 
Implantar un relato concreto es dominar el debate, es decir de qué se habla y en qué sentido
Implantar un relato concreto es dominar el debate, es decir de qué se habla y en qué sentido. 

Todos sabemos cuáles son los temas de debate en cada momento y nos entregamos a ellos con fruición. Pues bien, muchos nos han llegado a través de la propaganda. Sería bueno descontarlo, desconfiar y aprender así a combatirla. 


Las microutopías que roban tu libertad

El gran hallazgo al que llegó la izquierda transformadora, que así se han hecho llamar, han sido las “microutopías”. 

El mecanismo es bien sencillo: desechada la posibilidad de conseguir de golpe la Gran Utopía vinculada a los partidos políticos, la izquierda se decidió a cambiar el mundo a través de pequeñas utopías ligadas al feminismo, el ecologismo, el antimaquinismo, el anticapitalismo de bajo intensidad o de cercanía, a cargo de los movimientos sociales. 

Repasemos el proceso para saber cómo se ha inoculado en la vida política. 

El derrumbe por ruina humana y económica del universo soviético en 1991, lo que venía siendo la Gran Utopía, el paraíso sobre la Tierra de esa religión sustitutiva que siempre fue el comunismo, dio al traste con la posibilidad de cambiar el orden al viejo estilo. Lenin y Trotski habían aprendido la experiencia francesa de Robespierre, del error de Babeuf y de la estrategia de August Blanqui en 1848 y 1871. 

Idearon un buen mecanismo: aprovechar la debilidad estatal, la parálisis del gobierno y el Zeitgeist revolucionario para dar un golpe de Estado en nombre del pueblo, e imponer una dictadura que desatara la guerra de clases para laminar al enemigo a través de una liquidación selectiva o una guerra civil. 
La generación del 68 creyó verdaderamente que su futuro se jugaba en Vietnam, en África o en el “patio trasero de América”
Ese entramado leninista, esa estrategia casi perfecta para alcanzar y conservar el Poder, se vino abajo entre la izquierda en la década de 1960 tras los episodios de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968. 

Es cierto que la New Left estaba formada por burgueses mantenidos, literatos románticos, profesores con ínfulas y periodistas de café, tal y como había sido en 1917. 

Sin embargo, ese nuevo izquierdismo que pregonaba aquello de “otro mundo es posible”, el altermundismo más naif, todavía estaba sujeto a la idea de la transformación general. 


Esto se debía a que la labor propagandista de las potencias comunistas en las sociedades occidentales, siguiendo el modelo del estalinista Willi Münzenberg, que convencía o compraba a la élite cultural, hacía una buena labor.

La generación del 68 creyó verdaderamente que su futuro se jugaba en Vietnam, en África o en el “patio trasero de América”, a diferencia de los sindicatos de la época, que sabían que su presente se jugaba en su empresa y con su gobierno. Aquellos izquierdistas creían que había una “lucha global” contra el imperialismo capitalista. 

Ese reverdecimiento de la utopía, muy cargada de flower power y de violencia -no hay más que leer a Fanon o a Malcolm X-, llevaba, no obstante, el germen de su parcelación. El fenómeno estalló, como decía más arriba, en 1989. 

Los socialistas se buscaron así mismos en el pasado de una ilusión, que escribió Furet, y rebuscaron nuevos proyectos. 

El asunto era grave, ya que el comunismo solo funciona si el partido, que eso es tal idea y no otra cosa, como indica Jiménez Losantos en su último ensayo, presenta una utopía que sea capaz de movilizar a la gente, de exigir el sacrificio de la militancia, y procurar la obediencia y la jerarquía en pro de “la causa”. Sin “causa”, no hay nada que mantenga el partido. Por eso todos los PC se hundieron. 
Se podían resucitar las aspiraciones “flower power” de los sesenta si se las politizaba, porque la clave era convertir en cuestión de lucha política cualquier cuestión
Dicha búsqueda rastreó en los viejos pensadores socialistas, como Fourier, Cabet y Proudhon, en Owen o Saint-Simon, a los que habían motejado de “utópicos” frente al “cientificismo” de los análisis marxistas. 

Pero también se podían resucitar las aspiraciones flower power de los sesenta si se las politizaba, porque la clave era convertir en cuestión de lucha política cualquier cuestión. Y más aún: que no fuera un partido político, gran generador de “oligarcas y colaboracionistas del Capital”, sino los movimientos sociales

Este nuevo actor tenía varios beneficios frente a un partido: siempre tenía a la prensa de su lado, al tiempo que podía funcionar con pocos recursos y conseguir grandes resultados. 

El Foro Social de Porto Alegre, en 2001, fue la culminación de esa estrategia izquierdista para cambiar el mundo a través de microutopías.

 Se señalaron los grandes males del mundo: la globalización y el neoliberalismo, que venía a ser la fórmula rediviva del imperialismo como última fase del capitalismo que escribió Lenin. 

Las potencias habían impuesto una única fórmula política y económica, la democracia liberal, que ponía los mercados locales, a la gente, al servicio de sus intereses. 

En aquella ciudad brasileña gobernada por una coalición de izquierdas en manos del Partido de los Trabajadores, se dieron cita sindicalistas, ecologistas, intelectuales, partidarios de la tasa Tobin, feministas, miembros de ONGs, indigenistas, y otros “desterrados” del bienestar. 

Debatieron cómo repartir la riqueza, combatir las desigualdades, potenciar la vuelta a la economía local y al desarrollo sostenible, al pequeño mercado, a las labores artesanales y gremiales, como medio de librarse de las condiciones de vida a las que “condena el capitalismo salvaje”. 

Esa era la nueva democracia, la social, la igualadora, la que devolvía “el poder al pueblo”, la que repudiaba a las grandes empresas y premiaba el colectivismo y la autarquía. 
Los medios de lucha no debían ser violentos, pues con ello se perdía la batalla de la comunicación, algo que se había aprendido de las grandes manifestaciones por los derechos civiles en EEUU en la década de 1960
Los medios de lucha no debían ser violentos, pues con ello se perdía la batalla de la comunicación, algo que se había aprendido de las grandes manifestaciones por los derechos civiles en EEUU en la década de 1960. 

Las formas de luchar debían combinar supuesta espontaneidad, con espectáculo y bonhomía; es decir, debía parece ante las cámaras que delante había personas que sufrían de verdad, ejemplo de grandes valores y con ganas de aumentar el bienestar común contra los poderosos. 

Eran los instrumentos de los movimientos sociales desde la década de 1980: sentadas, carteles, disfraces, performances, invasiones “inocentes” -por ejemplo, unas chicas desnudas reivindicando respeto para la mujer-, pasacalles y asambleas. 

Demasiado atractivo para que los medios de información, casi siempre en manos de personas formadas en Universidades tomadas por la progresía, lo dejaran pasar. 


Entre unos y otros instalaron en la agenda política las “microutopías”. Era el regreso de la izquierda reaccionaria, que escribió Horacio Vázquez Rial, para “otro mundo es posible” -como rezaban los de Porto Alegre-, pero poco a poco, conquistando conciencias, con políticas públicas, con la instalación de la verdad oficial
Nunca hay suficientes carriles bici, ni zonas verdes, ni hay bastante igualdad entre géneros, ni están suficientemente fiscalizadas las grandes empresas, ni se cobra lo justo, ni la riqueza está bien repartida
Lo han conseguido. Nunca hay suficientes carriles bici, ni zonas verdes, ni hay bastante igualdad entre géneros, ni están suficientemente fiscalizadas las grandes empresas, ni se cobra lo justo, ni la riqueza está bien repartida, ni la economía es bien sostenible, ni las minorías étnicas están respetadas, o la diversidad sexual está bien visibilizada. Cualquier cosa es poco porque… o es todo, o no es nada. 

El mecanismo sociológico ha triunfado. No hay partido que no lo lleve de una manera u otra en su programa, o cargo público de primera línea que se atreva a contradecir la necesidad de ir cumpliendo esas microutopías. 

No es baladí, porque esa parcelación de la Gran Utopía cambia la geografía urbana, el modelo económico, las instituciones, y la cosmovisión de la gente; es decir, el modo con el que se interpreta la Historia, el Progreso, el ser humano, la sociedad, la cultura, la civilización y sus valores. 

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