No me extraña que en el mundo de la farándula (y no lo digo en sentido peyorativo) el color amarillo sea tabú. Tal superstición tiene su base, sobre todo cuando comprobamos que los enfermos ya no son tan imaginarios.
Me refiero a aquellas personas que psicológicamente acaban desequilibradas, cabreadas, excitadas o coléricas, porque han pasado años contemplando la televisión y leyendo prensa sensacionalista.
El culpable de que actores y actrices, sobre todo los de teatro, se nieguen a utilizar el color amarillo en escena, proviene del dramaturgo y actor francés Jean-Baptiste Poquelin (1622-1673), más conocido por Moliére, quien en 1673 estrenada “El enfermo imaginario”, una obra que en clave de humor y sátira centrada en la profesión médica.
Al cabo de unos días, en plena representación, el dramaturgo se sintió indispuesto, muriendo unas horas más tarde en su domicilio.
La clave: Juan Bautista, en la obra, vestía ropas de color amarillo. Por cierto, también la orina suele ser amarillenta y no tiene un aroma especialmente agradable.
El tufo que desprende es similar al que expelen los telediarios occidentales, donde los accidentes de tráfico, los raptos, las matanzas, los crímenes pasionales, las estafas, copan el 90% del tiempo de que disponen, evitando el análisis riguroso, la objetividad en el terreno político y niegan el contraste que debe prestarse a cada noticia importante, por aquello del pensamiento único y el color gualda.
Ciertamente mucho se ha escrito y discutido sobre el periodismo amarillento, precisamente en esas plataformas donde Moliére hubiera hallado actores y actrices de toda ralea, haciéndose pasar por profesionales competentes del mundo de la información.
La sobredimensión, la manipulación, el ocultamiento de datos, el olvido premeditado, son común denominador en esos orinales en alta definición, desde donde tratan de pontificar las estrellas del equipo más amarillo de esta España negra.
El “guapismo” (racismo laboral) anega la pantalla. Se hace evidente que una noticia, dicha en boca de una mujer atractiva y gesticuladora, parece más verosímil que leída por una redactora cuya belleza no cumple con los cánones que impone el Jaume Roures de turno.
Psiquiatras reputados de medio mundo aseguran que ese tipo de televisión, de información sesgada y centrada primordialmente en hechos violentos, no sólo banaliza la vida social, sino que provoca casos como el de esos ocho adolescentes que patearon a una niña de 12 años en un colegio de Lleida, porque esta se había atrevido a tocar el balón con el que jugaban.
Ciertamente, los mentores y defensores de este tipo de régimen informativo actúan como esos infantes: golpeando con saña en las mentes de millones de drogadictos plasmáticos y/o todavía catódicos.
Pero esta vez son ellos los que nos tocan las pelotas.
Son los apóstoles de aquellos dos magnates (mangantes) del periodismo, William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer, que en 1896, además de rivales, eran dueños de las dos cadenas de periódicos más poderosas de los Estados Unidos.
La lucha para superarse en la guerra de ventas de sus respectivos diarios se hizo a base de temas sensacionalistas. Titulares de enorme tamaño y varias fotografías (en las que hubiera sangre) acompañaban una información que no ahorraba detalles acerca de accidentes, crímenes, adulterios y chanchullos políticos.
Vivimos en 2016 y el tiempo se detuvo en el amarillismo. Ni capitalismo, ni neoliberalismo, ni comunismo, ni socialismo. Todo lo decide ese partido con aroma de orina que reina en los medios de comunicación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario