En Alemania ya están considerando intervenciones militares a favor de las multinacionales
El objetivo central de la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés) entre la Unión Europea (UE) y Estados Unidos es asegurar el dominio transatlántico frente a lo que se percibe como amenaza de cambio en las estructuras globales de poder.
El ministro de Economía, vicecanciller y presidente del Partido Socialdemócrata alemán (SPD, por sus siglas en alemán), Sigmar Gabriel, lo ha dicho sin vueltas:
“Estamos hablando demasiado de los pollos tratados con cloro y demasiado poco sobre la importancia geopolítica“. Es cierto.
Por lo tanto, en este artículo nos ocuparemos de los objetivos geopolíticos de la TTIP y el Acuerdo Integral de Economía y Comercio (CETA, por sus siglas en inglés).
Ambos demarcan una estrategia muy clara de confrontación y formación de nuevos bloques.
El Instituto Clingendael, una ”academia” de relaciones internacionales holandesa, lo formula así: “La razón principal para la TTIP es de naturaleza geopolítica.
El auge de China (y de otras economías asiáticas), combinado con la decadencia relativa estadounidense y sumado al malestar económico en la eurozona, motivan al occidente transatlántico a aprovechar la suma de su poderío económico y político para redefinir las reglas comerciales globales para que reflejen sus principios económicos (economía de mercado regulada) y valores políticos (democracias liberales). El TTIP es un pilar de esta estrategia”.
En sintonía con tal estrategia de la UE y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), obviamente Rusia queda de entrada excluida, tanto de la TTIP como del CETA.
No le fue difícil justificarlo al ex secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, quien dijo:
“Rusia violó las reglas, poniendo en peligro el orden internacional que sostiene nuestra paz y nuestro bienestar [...]. Para mantener este orden, tenemos que seguir respaldándonos mutuamente, es decir, debemos reforzar nuestros vínculos económicos. La Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión es clave en este sentido”.
El hecho de que los involucrados en el máximo nivel de la política militar se estén metiendo en el debate sobre el libre comercio demuestra claramente la importancia militar y estratégica de tales acuerdos.
La geopolítica siempre se relacionó
con el acceso a recursos y territorios ajenos,
incluso mediante el empleo de recursos militares.
Y la ciencia civil no tarda en hacerse eco.
Peter van Ham, del Clingendael, quizás esté exagerando su entusiasmo cuando afirma que “el TTIP puede renovar la OTAN”, pero su esperanza con respecto a la fuerza de ese tratado demuestra que nuestras sospechas sobre la dinámica bélica de este proyecto de libre comercio no son tan erradas.
“Se necesita una nueva jerarquía, que ponga de manifiesto cuáles son los países que realmente son importantes y comparten sinceramente los valores e intereses del Occidente atlántico.
La TTIP brinda a la OTAN un lineamiento claro para identificarlos.
No sólo tiene como objeto el libre comercio, sino que también une a Estados y sociedades que confían mutuamente en sus instituciones y tienen la voluntad de defender su estilo de vida frente a los poderes competidores.
Hillary Clinton no exageró cuando habló de una ´OTAN económica’. Sin unificación económica no habrá unidad estratégica”, dijo Van Ham.
Lo que disparó el conflicto en Ucrania, que llegó a escala militar, fue el rechazo del Acuerdo de Asociación con la UE por parte del entonces presidente Víktor Yanukóvich.
Ese acuerdo equivalía a un tratado de libre comercio en su estructura y en las perspectivas de orden político que abría; incluso tenía como eje central las libertades de mercado y comercio.
No sólo habría atado a Ucrania a los “valores e intereses de Occidente“, sino que también habría disuelto su estrecha relación con Rusia y cortado sus tradicionales lazos económicos con ese país.
No podemos creerle a nadie en la UE o en la OTAN que no hubieran sido avisados por Moscú o que no hubieran tomado en serio las advertencias.
Fue un juego con fuego, consciente y provocador, en el que sin duda se tuvo en cuenta que una de las consecuencias podía ser la guerra.
Estados Unidos y la OTAN prepararon durante años, con ayuda de su dinero, sus servicios secretos y sus fundaciones, el derrocamiento y el recambio de gobierno que se produjeron con la Revolución Naranja y Yulia Timoshenko.
El mismo esquema se seguiría ante la resistencia de aquellos cuyos intereses son conscientemente violados por los acuerdos de libre comercio.
Los estrechos lazos entre la guerra y la economía, especialmente en los ámbitos del comercio, el equipamiento militar y los recursos energéticos, se evidencian en los tradicionales “libros blancos” que publica el Ejército alemán.
Ya en la de 1992, entre los “lineamientos para la política de defensa”, estaba el del “mantenimiento del libre comercio mundial y el acceso irrestricto a los mercados y las materias primas en todo el mundo, en el marco de un orden económico mundial justo”.
Evidentemente, el gobierno alemán de ese entonces consideraba justo el orden económico imperante, y es de suponer que el actual no cambió esta visión.
En las últimas dos ediciones del “libro blanco”, de 2006 y de este año, tampoco faltan referencias a la dependencia de Alemania de las rutas comerciales, los recursos energéticos y las materias primas del resto del mundo, pero se evitó entrar en detalles acerca de cómo se suponía que el Ejército alemán podía cumplir su tarea de asegurar tales intereses.
Ante una confesión tan explícita del gobierno alemán sobre las tareas que asigna a su Ejército, cuesta entender por qué el entonces presidente Horst Köhler debió renunciar en mayo de 2010, según la opinión más difundida, por haber expresado lo mismo con otras palabras:
“Ante la duda, en una situación de emergencia, se hará necesaria incluso la intervención militar para salvaguardar nuestros intereses; por ejemplo, para asegurarnos rutas comerciales libres”.
El ministro de Defensa de aquel momento, Karl-Theodor zu Guttenberg, reafirmó poco después que la intervención militar podía tener esos objetivos, pero nunca fue amonestado por ello y no fue ese el motivo de su relativamente breve permanencia en el cargo (de octubre de 2009 a marzo de 2011).
Gran parte del SPD avala ese concepto de seguridad que no limita las eventuales tareas del Ejército alemán a responder ante un ataque armado -como la Constitución de Alemania sigue afirmando-, sino que quiere permitir su intervención ante a un conjunto difuso de riesgos para la seguridad y “amenazas híbridas”, entre ellas el terrorismo internacional, los ataques cibernéticos y el bloqueo de las rutas comerciales alrededor del globo.
Así lo afirma, entre otros, el documento estratégico del Grupo de Trabajo en Política de Seguridad Internacional”, de la Fundación Friedrich Ebert, publicado en enero de 2014, titulado “La política de seguridad alemana necesita más capacidad estratégica”.
Al igual que en los “Lineamientos para la política de defensa“ gubernamentales de 1992, se lee en ese texto:
“Tomando en cuenta la vulnerabilidad de Alemania y el hecho de que el bienestar de los ciudadanos y las ciudadanas de este país depende de modo considerable de un comercio mundial seguro y libre, así como del acceso a las materias primas, limitarse a las categorías morales no se corresponde con las necesidades reales.
Lo que hace falta es generar una fundamentación convincente, tanto para el gobierno y el Parlamento como para la opinión pública y los medios de comunicación”.
En la reunión anual de la Fundación Heinrich Böll, cercana al partido Los Verdes, un vocal del think tank berlinés Consejo de Política de Democratización recomendó una estrategia aún más audaz:
“La política alemana debe aceptar que el sistema internacional existente, y principalmente la Organización de las Naciones Unidas, no responde a los desafíos del desorden mundial del siglo XXI.
Eso implica aceptar, en la práctica, que actuar fuera del marco del derecho internacional puede ser necesario cuando la estabilidad del orden internacional se llega a encontrar en peligro”.
Recordemos el asalto de 1999 a la ex Yugoslavia, durante la coalición de gobierno alemana liderada por el canciller Gerhard Schröder (SPD) y el ministro de Relaciones Exteriores Joschka Fischer (Los Verdes).
Una ofensiva que constituyó una violación grosera del derecho internacional.
Así lo confesó Schröder hace poco. Una versión renovada de una coalición de este tipo seguramente no le dará importancia al derecho internacional si se trata de una intervención del Ejército alemán en favor de nuestros intereses comerciales.
Si asegurar el acceso a las materias primeras y mantener libres las rutas comerciales ya de por sí forma parte de las tareas del Ejército,
¿qué parte de esa configuración cambiaría o se profundizaría con acuerdos de libre comercio como la TTIP y el CETA?
El comercio, por definición, no busca la guerra.
Sin embargo, en el contexto de un debate candente respecto de una responsabilidad cada vez mayor de Alemania en el orden mundial y del reclamo de que asuma un liderazgo más fuerte, incluyendo una menor reticencia a las intervenciones militares, todo dependerá del ordenamiento del comercio, del marco en el que se desarrollará.
Con la TTIP y el CETA, el sistema multilateral de la Organización Mundial de Comercio, a la que pertenecen actualmente 162 Estados, será dividido y disuelto en bloques de poder, en los que, sí o sí, se afirmará el dominio de las economías más fuertes y de sus corporaciones multinacionales.
Esas potencias se enfrentan con Estados que se mantuvieron conscientemente fuera de los acuerdos y se reunieron en el grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) para dotar al sistema internacional de una configuración más democrática y justa.
En esta confrontación, ya no están en juego sólo el comercio y el intercambio de bienes, sino también la reorientación de todo el sistema internacional según las ideas neoliberales de Occidente.
La resistencia contra esas aspiraciones de monopolio
en el orden mundial viene creciendo.
La TTIP y el CETA se suman, como un nuevo factor desestabilizante y peligroso, a la confrontación política y militar actual.
Está comprobado que los acuerdos de asociación económica, con su zona de libre comercio entre la UE y el grupo de los Estados de África, Caribe y Pacífico, no han logrado cerrar la brecha entre los Estados ricos y los Estados pobres,
lo que tampoco se logrará con la TTIP y el CETA.
Los estudios más recientes sugieren incluso que esa brecha se ampliará.
Por lo tanto, y con miras a la seguridad de los Estados pobres,
lo más beneficioso
sería evitar que estos acuerdos entraran en vigencia.
Es evidente la estrategia del vicecanciller socialdemócrata Gabriel: supuestamente descartar la TTIP para darle curso al CETA, una maniobra pérfida con la que pretende llevar a su lado a los críticos en el interior de su partido, que hacen cada vez más presión, y conducir a su “rebaño” a votar a favor del CETA el 19 de setiembre, en el congreso partidario cerrado que se convocó exclusivamente con ese objetivo.
El CETA abriría, por la puerta trasera canadiense, el acceso al “imperio de la libertad” de la TTIP para las corporaciones multinacionales y el capital internacional.
Ya se trate del nuevo Sistema Judicial de Inversiones o del Consejo de Cooperación Reguladora previsto, que podrá inmiscuirse en el trabajo legislativo de los parlamentos nacionales, o de la violación del principio de precaución, con ese acuerdo las corporaciones tendrán todo dispuesto a su voluntad.
Son razones suficientes para rechazar el CETA tan tajantemente como la TTIP.
Profesor emérito de Derecho y ex socialdemócrata, fue diputado federal del partido La Izquierda entre 2005 y 2009.
El texto es la segunda parte de un discurso que pronunció el 1 de setiembre, en un acto del sindicato de servicios Verdi, en Hamburgo.
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